viernes, 27 de abril de 2012

Metafísica de la biblioteca

"Manosear libros es algo para lo que evidentemente no ha nacido nadie.
La de bibliotecaria no es una vocación, es una renuncia".
Alberto Olmos, Trenes hacia Tokio.


Yo, lo confieso, soy bibliotecario. O, al menos, trabajo de bibliotecario. Es decir, voy a una biblioteca, me siento, ordeno y presto libros, exijo silencio, ensayo sonrisas con los usuarios, los saludo, me despido sumisamente de ellos, les recrimino los retrasos, aguanto sus excusas, etc. También, una vez, alguien me pidió que lo ayudara a elegir un libro. También me pagan por hacer esto.

Pero, en fin, sobre todo y sobre la silla, me siento. El bibliotecario entiende el "me siento" en todos sus sentidos: es el sintagma constitutivo de nuestra religión; es nuestro lema y nuestro pilar, nuestra Trinidad: primero, me siento; luego, me siento; finalmente, me siento. La silla es al bibliotecario lo que dios es al creyente: te quitan el dios y te pegas un batacazo ontológico.

Así pues, me siento en la silla. Es lo primero que hago y lo que hago casi todo el rato: lo primordial. A este acto, en el argot bibliotecario, lo llamamos, muy técnicamente, sentar-fundamental. Lo fundamental, señores, es estar sentado. Solo cuando se es uno con el asiento se puede pasar al siguiente nivel. Por cierto, también decimos: "Los límites de mi biblioteca son los límites de mi mundo", y cosas así. Pero solamente entre bibliotecarios: somos tímidos y orgullosos a la vez.

Entonces, ya sentado, como iba diciendo, me siento a mí mismo. Como bibliotecario, me percibo en el mundo como ser-para-la-silla. El bibliotecario se sienta y después, con calma, se siente. Se siente de verdad, asumiendo las consecuencias de esta toma —conquista, arrebato— de conciencia: se dibuja su propio ser. Yo, como bibliotecario, ya sentado, resigo los límites, los dobleces, los pliegues, los poros y los defectos de mi cuerpo y alma, y decido dónde acabo y dónde empiezo yo, átomo a átomo, mi yo bibliotecario. Por exclusión, claro, dispongo dónde empieza lo demás, mis residuos, lo que desecho, la morralla existencial: el mundo. (Esto iba en serio, eh.) Hoy, por ejemplo, soy hasta aquí; mañana, ya seré un poco más allá o acá. Que nadie se sienta rechazado, la tarea del bibliotecario es terriblemente dura. Desde su trono, el bibliotecario es el agrimensor del mundo, el cartógrafo de los entes. Existís, en definitiva, porque, desde nuestras sillas, entre préstamo y préstamo, los bibliotecarios lo pensamos, ordenamos y enmarcamos todo.

(No quiero pensar —¡horrible!— cómo sería el mundo sin los bibliotecarios. Solo con imaginarlo, se tambalea todo.)

Finalmente, cuando, por fin, me siento en la silla y me siento a mí mismo, lo siento todo. Desde mi posición —agarrado a la silla y a mí— me lo siento todo, hasta lo más hondo. Y lo que se siente es cualquier cosa menos silencio. El silencio de la biblioteca es la conjura de los ruidos contra el concepto de silencio. El silencio de la biblioteca es lecturas, pensamientos. El silencio es sonrisas, guiños. El silencio es el sol y las nubes. El silencio, aquí, es recuerdos, latidos, respiraciones, suspiros.

El silencio es un roce.

El silencio es una hoja que cae.

El silencio es los papeles, los libros, los lápices y los bolígrafos, las carpetas, las cremalleras, los chicles. El silencio es los ordenadores, la calefacción o el aire acondicionado. El silencio es el viento, los árboles, la lluvia. El silencio es las mesas, las toses, las sillas, los pañuelos, el móvil atronador, el inodoro contiguo, la persiana, la puerta y la ventana: la calle: los niños, los hombres y las mujeres, los perros, los coches, las motos, las sirenas, los helicópteros, los trenes, los aviones.

Para los bibliotecarios, escuchar el silencio es reconstruir el mundo.

jueves, 26 de abril de 2012

"Biografia de la fam", o elogio de la niñez

He terminado de leer Biografia de la fam (2004), de Amélie Nothomb, en el metro, de vuelta a casa. Acabar una novela rodeado de gente suele ser una putada, porque te toca esconder tu reacción para no parecer un loco. Sobre todo si quieres llorar o darte con el libro en la cabeza, actividades que funcionan mejor de puertas adentro.

No ha sido el caso: el final me ha dejado frío, más frío de lo que suelen dejar los finales, indiferente.

Pero el resto de la novela es más cálido —o no escribiría todo esto—: si algo suele tener la infancia es calidez. Y 100 de las 143 páginas del libro recorren la niñez de la autora.

Por cierto, el libro es autobiográfico: desde la más tierna infancia de Amélie, niña prodigio o medio superdotada —cuyo primer recuerdo es, cómo no, el deseo de azúcar—, hasta los veintitantos, cuando ya se está de vuelta del hambre; todo ello marcado por el ritmo de los habituales viajes de una hija de diplomático: Japón, China, Estados Unidos, Bangladesh, etc.

Yo había elegido la novela por los dos nombres del título —biografía y hambre— y porque sabía que la autora había sufrido anorexia: creía que esto iba de la anorexia, que es lo mismo que decir que quería experimentar una anorexia literaria. Pero no: la anorexia apenas dura diez páginas, o dos años, así que adiós expectativas. Y esto, claro, tampoco iba del hambre. Esto iba, por fin, de la infancia.

La infancia fue, para Nothomb, la edad del hambre. El hambre, aquí, es bastante metafísica: es avidez, ansia de todo, afán insaciable de absoluto y tal, pero siempre un poco más. Algo así como esto:
"Hi ha cap fam del ventre que no sigui indici d'una fam més generalitzada? Per fam entenc aquesta esgarrifosa mancança de l'ésser en si, el buit turmentador, l'aspiració no tant a la utòpica plenitud com a la simple realitat: allà on no hi ha res, imploro que hi hagi alguna cosa".
La pequeña Amélie experimenta el y con el placer en todas sus variantes posibles: los éxtasis del azúcar, el agua, el lenguaje, el amor, la belleza, el baile e incluso el hambre —anorexia: hambre de hambre—. Ser niño es disfrutar de la vida sin más, vivir voluptuosamente, ser un niño-místico, maravillarse de todo. Porque la infancia también es la edad de la inocencia divina. Y una mirada inocente, para ser una buena mirada inocente, ha de ser poética:
"Si buscaves bé entre les pàgines [del diccionari] també hi podies trobar el mal que paties. El meu es deia «enyorança del Japó», que és el veritable significat de la paraula nostàlgia. Tota nostàlgia és nipona".
(El descubrimiento y la posterior exploración del diccionario es, en sí mismo, un acontecimiento bastante poético.)

A través de la Nothomb niña, incluso un leproso sin nariz es poético, sí:
"A terra hi seia un home que no tenia nas: al seu lloc, un forat deixava a la vista el cervell. Vaig anar a parlar amb en ell. [...] El cervell se li movia quan parlava. Aquesta visió em va deixar esparverada: el llenguatge era el cervell en moviment".
Pero como en toda vida infantil y feliz, la vida adulta va asomando y la inocencia se va agotando. Uno de los primeros remedios contra la realidad es, cómo no, la lectura:
"La lectura va ser el nostre rai de la Medusa. [Bangladesh] era el regne de la crueltat, de la lluita per la supervivència. No teníem res contra la gent que moria al nostre voltant. Només que ens sentíem molt poroses davant de tanta agonia i, per tal que aquell riu de defuncions no se'ns emportés, ens aferràvem cadascuna al seu llibre".
Y, finalmente, como toda escritora, Amélie Nothomb también ha de empezar a escribir en algún momento:
"De tots els països on he viscut, Bèlgica és el que menys he entès. Potser és això, ser d'un lloc: no entendre com funciona. Segurament per això vaig començar a escriure. No entendre és un ferment extraordinari per a l'escriptura. Les meves novel·les donaven forma a una incomprensió creixent".

martes, 24 de abril de 2012

De mí me río

Emprendo este blog sin otra finalidad que escribir un poco. (La fama mundial se presupone, claro.)

Esto, en realidad, limita bastante. Aquí escribiré sobre mí: sobre lo que me gusta y lo que no; ya se irá viendo. En otras palabras, la única restricción que me impongo será la escritura sin un guión determinado, sin un eje o un tema dominante. Intentaré hablar de libros, de cine, de mi vida, yo qué sé: a lo que salga y de lo que se pueda. Puede incluso que ponga alguna foto.

Hasta ahora, dos veces había tratado de escribir un blog y las dos veces me harté de ellos. Se me atragantaron.

Los dos intentos eran blogs de viajes; con un tema —el viaje— y, lógicamente, con un inicio y con un final. El primero lo acabé, llegué al supuesto final del viaje, aunque sin ganas, evidentemente. Al segundo le pongo yo el final —lo mando de regreso a casa—, que es lo mismo que reconocer que, otra vez, estaba ya cansado de él. Me ha costado un par de intentos darme cuenta de que no tiene sentido empezar un blog que sabes que ha de acabar. En definitiva, esto no es un libro; es otra cosa. 

Además, los finales son una mierda: no hay nada tan triste como un final. Bueno, sí: tener la certeza de que a un inicio ha de seguirle un final. Tampoco existe nada tan fácil de olvidar como un final: terminar es comenzar a olvidar, y siempre, no se por qué, se suele empezar a olvidar por detrás. El olvido es un goloso, un amante de los postres, de lo postrero.

Sin embargo, si todo va bien, en unos meses me iré de viaje a Cracovia, de Erasmus. Creo que, en verdad, hago esto para tener un espacio donde poder escribir sobre el futuro viaje. Un sitio desde donde dar noticias de mí. (Escribir es notificar, también.) Digo que no quiero escribir sobre un viaje pero necesito apoyarme en algo más que yo para escribir. Vale: tengo unos meses para equivocarme. 

En fin, que he tenido que buscarle un nombre a la criatura. He pensado varios títulos. Todos estaban cogidos: así de originales somos por aquí. Pero visitar otros blogs permite darte cuenta de que, al menos, son malos. Peor: de risa. Eso anima. No hay nada tan tranquilizador como tomar conciencia de los errores de los demás; uno se ríe de ellos porque se reconoce en ellos: no me río de ti, sino de mí en ti. Ver que los otros se equivocan calma; tanto como encontrarse en el reflejo del espejo o hablar con alguien.

Vaya, que aquí uno viene a reírse, de mí o de sí, da lo mismo.