miércoles, 30 de mayo de 2012

Vacaciones en Babelcelona (I)

1
Para variar, llego tarde al encuentro con mi prima, llamémosla M, en plaza Cataluña. No soporto llegar tarde, pero tampoco puedo evitarlo: es algo insoportable. El abarrotamiento de la Rambla me ralentiza y exaspera aún más.

Un grumo extremadamente denso de turistas, sudando bajo el sol del mediodía, me corta definitivamente el paso: si intento avanzar me quedaré entre ellos, atrapado como una mosca en una telaraña, aunque todo mucho más pegajoso y más salado, más peludo, más carnoso y con más extremidades. Así que doy un rodeo a la masa de gente y de rebote descubro qué llama su atención.

Una estatua humana. (¿Qué otra cosa si no?)

Viajamos para embobarnos frente a la Sagrada Familia, la Casa Batlló o cualquier obra de arte, pero también para contemplar cómo una persona disfrazada y maquillada pasa un calvario por nosotros. Como cuando paso por delante de la Sagrada Familia o de la Casa Batlló, no le hago ni caso a la obra de arte. El arte al aire libre, por muy viviente que sea, siempre corre el peligro de no provocar nada más que indiferencia en el espectador, de perder su categoría para ser mero mobiliario urbano. Supongo que la estatua humana regula el tráfico, como un semáforo o una rotonda: aglomera gente para que el resto de la ciudad sea más transitable.

2
M me espera frente al café Zúrich, hablando por teléfono. Me sonríe y le devuelvo la sonrisa. Mientras acaba de charlar, nos alejamos del café y volvemos a la Rambla. Creo que nunca he ido al café Zúrich, como tampoco he comido paella con sangría en ningún bar de la Rambla. Jamás he aguantado más de un minuto las piruetas callejeras breakdancers, como mucho alguna actuación musical, aunque tampoco he asistido a ningún espectáculo de flamenco. Hace muchos años que no voy al zoo o al Camp Nou o al Museo Picasso o al Maremagnum o al Parque Güell o al Poble Espanyol; hace tanto que quizá ni siquiera he ido. Creo que odiaría esta ciudad si viniera como turista.

—Hola —me dice M, guardándose el móvil en la mochila.

—¿Has ido alguna vez al café Zúrich? —le pregunto, mientras nos confundimos en la masa grasienta de la Rambla como dos pedazos de barro en la tierra. 

—¿Hola?

3
En la playa de la Barceloneta no se puede estar. Esto ya lo sabíamos, pero somos así. Empiezo a leer El hombre que inventó Manhattan, de Ray Loriga. M duerme, o dormita, o lo que se pueda hacer rodeado de una multitud en una playa. El servicio de megafonía pide precaución a los bañistas, pero los bañistas no oyen nada porque están muy lejos; los vigilantes siguen precaviendo.

Tres chicas con rasgos orientales hablan animadamente a nuestro lado.

—Oh, guapa, ¿tienes novio?

—Sí.

—Es guapo, lo vi en Facebook.

—¿Tú de dónde eres?

—De Corea. ¿Y tú?

—En Corea los chicos guapos no quieren novias.

—¿Y son guapas, las chicas?

—Sí, yo soy de China. Aquel amigo tuyo era muy guapo. ¿Cómo se llamaba?

—Es el novio de una amiga.

—Ella es muy guapa y muy amiga.

—Los guapos en China nunca quieren casarse.

Y así durante un buen rato hasta que me duermo. Quizá usaran la palabra guapo alguna vez más, no lo recuerdo bien.

4
A las seis de la tarde, la megafonía nos informa de que el servicio de vigilancia playera ha concluido. Si tenemos alguna emergencia, podemos llamar al 112. Los vigilantes bajan de sus atalayas, el coche de los mossos también se va. Sigo leyendo.

A partir de las seis de la tarde, el vocabulario de la novela empieza a cambiar. La primera intrusión que noto es beer, o amigo, no estoy seguro. Aparecen otros sustantivos, como masaje y Coca-Cola, incluso sintagmas nominales: mojito fresquito y coco bueno. Los verbos no cambian, y empieza a extrañarme que vendan pareos y tatuajes en una novela, pero sigo leyendo: no es más raro que venderlos en la playa.

5
En 4 días, iremos 3 veces a la playa de la Barceloneta, siempre al mismo hueco (uno le coge cariño a cualquier cosa). Cruzaremos 6 veces la Rambla. Iremos de cañas unas 4+3+6 veces. Tomaremos chipirones, hummus y kebab. En conjunto, todo muy sano y multicultural. Oiremos 2 conversaciones surrealistas, contando la de las chinas y coreanas. Veremos unos cuantos capítulos de alguna que otra serie. Bajaremos en 1 sola bicicleta desde Gracia hasta el Raval algo borrachos, donde tomaremos 1 licor café de despedida.

miércoles, 23 de mayo de 2012

Houellebecq y los escombros

En Ampliación del campo de batalla (1994), de Michel Houellebecq, se narra la vida de un informático deprimido, bastante hijo de puta y que lleva dos años de celibato tras el abandono de su novia; todo esto está relacionado, claro. Pero no se trata solamente del retrato de un enfermo, sino de la condena de una sociedad enferma, que engendra individuos imposibilitados para las relaciones y, en consecuencia, abocados al aislamiento y todo lo que viene después.

El narrador, que, por cierto, no tiene nombre, tiene la mirada fría y deshumanizada propia del analista informático; esto, en sí mismo, no es malo: lo malo es aplicar esta mirada sobre la sociedad, considerar que toda relación humana no es más que "un intercambio de información". La sociedad, según él, funcionaría tal que así:
"Tengo la impresión de que todo el mundo debería ser desgraciado; ya ve, vivimos en un mundo tan sencillo... Hay un sistema basado en la dominación, el dinero y el miedo, un sistema más bien masculino, que podemos llamar Marte; y hay un sistema femenino basado en la seducción y el sexo, que podemos llamar Venus. Y eso es todo."
Es decir, la vida en sociedad es un campo de batalla en el que uno puede elegir entre dos armas para combatir a los demás: el dinero o el sexo. Vista así, la vida humana no es más que la lucha por la supervivencia del más fuerte de Darwin: no es que el ser humano escape a los designios de la evolución, sino que estos se manifiestan de otro modo en el hombre. El plano económico y el sexual son dos expresiones de lo mismo, dos mecanismos para defenderse y atacar; por eso tienen características similares:
"En un sistema económico perfectamente liberal, algunos acumulan considerables fortunas; otros se hunden en el paro y la miseria. En un sistema sexual perfectamente liberal, algunos tienen una vida erótica variada y excitante; otros se ven reducidos a la masturbación y a la soledad. El liberalismo económico es la ampliación del campo de batalla, su extensión a todas las edades de la vida y a todas las clases de la sociedad."
El único remedio contra este panorama tan fatídico —por lo que tiene de cierto— sería, para Houellebecq, el amor; así juzga a sus compañeros de hospital psiquiátrico:
"Poco a poco, empecé a tener la impresión de que toda aquella gente —hombres o mujeres— no estaban trastornados en absoluto; sencillamente, les faltaba amor. Sus gestos, actitudes y mímica traicionaban una sed desgarradora de contacto físico, de caricias; pero claro, eso no era posible."
En esta novela, sin embargo, el amor hay que intuirlo: está presente solo como ausencia, en negativo. Las consecuencias de la falta de amor se pueden ver tanto en la desesperación del protagonista informático como en el recuerdo de su última relación sentimental, con Véronique (la que acaba de destrozarlo y de configurar su pesimista visión del mundo):
"Desde el punto de vista amoroso Véronique pertenecía, como todos nosotros, a una generación sacrificada. Había sido, desde luego, capaz de amar; le habría gustado seguir siéndolo, se lo concedo; pero ya no era posible. Fenómeno raro, artificial y tardío, el amor sólo puede nacer en condiciones mentales especiales, que pocas veces se reúnen, y que son de todo punto opuestas a la libertad de costumbres que caracteriza la época moderna. Véronique había conocido demasiadas discotecas y demasiados amantes; semejante modo de vida empobrece al ser humano, inflingiéndole daños a veces graves y siempre irreversibles. El amor como inocencia y como capacidad de ilusión, como aptitud para resumir el conjunto del otro sexo en un solo ser amado, rara vez resiste un año de vagabundeo sexual, y nunca dos."
En definitiva, la liberación sexual es uno de los culpables de la derrota del amor, según Houellebecq, o al menos de su cambio de significado. El psicoanálisis, más o menos relacionado con la liberación sexual, es otro de los culpables. Aviso: este fragmento puede picar:
"Una mujer que cae en manos de un psicoanalista se vuelve inadecuada para cualquier uso, lo he comprobado muchas veces. No hay que considerar este fenómeno un efecto secundario del psicoanálisis, sino simple y llanamente su efecto principal. Con la excusa de reconstruir el yo los psicoanalistas proceden, en realidad, a una escandalosa destrucción del ser humano. Inocencia, generosidad, pureza... trituran todas estas cosas entre sus manos groseras. Los psicoanalistas, muy bien remunerados, pretenciosos y estúpidos, aniquilan definitivamente en sus supuestos pacientes cualquier aptitud para el amor, tanto mental como físico; de hecho, se comportan como verdaderos enemigos de la humanidad. Implacable escuela de egoísmo, el psicoanálisis ataca con el mayor cinismo a chicas estupendas pero un poco perdidas para transformarlas en putas innobles, de un egocentrismo delirante, que ya sólo suscitan un legítimo desagrado. No hay que confiar, en ningún caso, en una mujer que ha pasado por las manos de los psicoanalistas. Mezquindad, egoísmo, ignorancia arrogante, completa ausencia de sentido moral, incapacidad crónica para amar: éste es el retrato exhaustivo de una mujer «analizada»."
El resto de personajes, todos ellos desgraciados por la falta de amor, no tiene desperdicio. Esta es Catherine Lechardoy, compañera de trabajo; también es informática; aquí el narrador transcribe cómo habla, en principio, de informática y de programación:
"Su rabia [la de Catherine] es intensa, su rabia es profunda. Ahora habla de metodología. Según ella, todo el mundo debería obedecer a una metodología rigurosa basada en la programación estructurada; y en lugar de eso viva la anarquía, los programas se escriben de cualquier manera, cada cual hace lo que le da la gana en su rincón sin preocuparse de los demás, no hay acuerdo, no hay proyecto general, no hay armonía, París es una ciudad atroz, la gente no se reúne, ni siquiera se interesan por el trabajo, todo es superficial, todo el mundo se va a casa a las seis haya terminado o no lo que tenía que hacer, a todo el mundo le importa todo tres leches."
Aquí habla con uno de sus únicos amigos, Jean-Pierre Buvet; casualmente es un cura:
"Nuestra civilización [dice el cura amigo] padece un agotamiento vital. [...] Necesitamos la aventura y el erotismo, porque necesitamos oírnos repetir que la vida es maravillosa y excitante; y está claro que sobre esto tenemos ciertas dudas. Tengo la impresión [piensa el informático] de que me considera un símbolo pertinente de ese agotamiento vital. Nada de sexualidad, nada de ambición; en realidad, nada de distracciones tampoco. No sé qué contestarle; tengo la impresión de que todo el mundo es un poco así. Me considero un tipo normal. Bueno, puede que no exactamente, pero ¿quién lo es exactamente? Digamos que soy normal al 80%. Por decir algo, observo que en nuestros días todo el mundo tiene forzosamente la impresión, en un momento u otro de su vida, de ser un fracasado. Ahí estamos de acuerdo."
En fin, Ampliación del campo de batalla muestra el resultado de haber errado en la elección de las armas: ni la sexualidad ni el dinero valen para luchar en la vida si lo que se quiere es vivirla; la elección correcta era, mala suerte, el amor.

martes, 22 de mayo de 2012

Oda en bici a Barcelona


Cruzando la plaza del MACBA observo que, a primera hora de la mañana, ofrece una diversidad social considerable. (Soy un observador matutino nato: a más legañas, mayor perspicacia.) El grupo de vagabundos local, los barrenderos con su coche de limpieza, los niños que van al colegio, los guardas de seguridad del museo, etc. Dos mossos d'esquadra motorizados armonizan el conjunto y pacifican a un par de mendigos con más ganas de juerga de la tolerada. No echo de menos a los skaters y su legión de mirones que se adueñarán de la plaza más tarde. Sí echo de menos, en cambio, a los lateros, habituales del turno de noche. Las latas de cerveza que aún motean el cemento, como amapolas sobre un campo de trigo, suplen en parte su ausencia. También me ponen un poco nostálgico.

La estación de Bicing me adjudica la séptima bicicleta. Hay dos niños sentados en la séptima y la octava. Pedalean como si les fuera la vida hasta que se percatan de que una de sus bicis me pertenece durante la próxima media hora; bajan al instante; sacan mi bici del anclaje y me la entregan con diligencia.

—¡Muchas gracias! —les digo emocionado. Me siento aliviado, porque estaba seguro de que se la iban a querer llevar. El sentimiento de culpa por haber llamado ladrones a unos niños de diez u once años sustituye rápidamente al alivio.

—De nada, señor —dicen al unísono mientras se van corriendo hacia el colegio. Están tan contentos por haber sido útiles que me contagian su alegría pueril, eliminando todo rastro de nostalgia o culpabilidad. Llego a perdonarles que me hayan llamado señor. Llego incluso a pensar que la felicidad es una suma de grandes pequeños instantes como este, y tonterías parecidas.

Mi contento se completa cuando subo a la bicicleta y me pongo en movimiento. Para mí, no hay mejor despertar que recorrer Barcelona en bici a las ocho de la mañana.

Por la calle del Carme, suben algunas persianas, se abren puertas y ventanas. Como Argos, toda ciudad es un gigante de mil ojos. La cima de la belleza ocular es el ojo dormido que despierta; por eso las ciudades están más guapas cuando se despiertan, o al menos Barcelona; luego suelen ponerse insoportables, y no hay belleza que valga. Puestos a personalizar ciudades, si los pechos de Cataluña son, como decía Jacint Verdaguer, el Montseny y Montserrat, Barcelona es una ciudad de penes: la torre Agbar encabeza el skyline de miembros, seguida por las torres Mapfre y el Hotel Arts; no será la más alta, pero sí la más bonita.

Pensamientos tan poéticos como estos me embelesan cuando estoy a punto de chocar contra un camión de la basura, parado en medio de la calle. Corrijo la trayectoria y me subo a la acera. La maniobra me sale cara y le pego un codazo a un transeúnte inocente. Me insulta y recrimina mi falta de civismo. Levanto el brazo pidiéndole perdón, le grito que ha sido sin querer y vuelvo a bajar la acera. Debería de haberme parado para que percibiera la sinceridad del arrepentimiento en mi rostro, pero llego tarde a clase. Por suerte, mi buen humor no ha menguado por este amago de accidente.

Bajar en bicicleta por la Rambla casi vacía —de personas y de coches— es una delicia. (Durante el día, la Rambla es un infierno atestado de turistas; por la noche, es otro tipo de infierno, ni mejor ni peor pero infierno al fin y al cabo; solo es soportable durante las primeras horas de luz.) Los mossos aún no tienen trabajo, así que se reúnen en grupos de cuatro y comentan los porrazos y las multas que repartieron ayer, lo malos que somos todos, o qué sé yo. Están tan contentos que no les importa que me salte los semáforos en rojo. Saltarme semáforos en rojo cuando voy en bici aumenta mi felicidad a cotas insospechadas; si hay un grupo de mossos cerca, mejor. Es como una droga. Mi sueño es recorrer toda la Rambla en rojo, encadenando infracciones leves hasta Colón. Uno es sencillo y tiene suficiente con transgresiones así de ridículas.

Si algún turista madrugador quiere cruzar, me detengo y le cedo el paso, faltaría más. Entonces me siento como un César que perdona una vida. La otra gran satisfacción del ciclista es zigzaguear entre los coches. (Para poder saltarse el semáforo en rojo, evidentemente.) Adelantarlos mientras están atascados me reafirma en mi fe ciclista.

En el paseo Colón, puedo ir por fin por carril bici. Aquí las bicis son, supuestamente, dueñas de un espacio. Lo que define a la bici en el espacio urbano es que no tiene un espacio propio: no es bienvenida ni en la acera ni en la carretera. Allí, la bici molesta a los que van a pie porque va demasiado rápida; aquí, a los coches, porque va demasiado lenta. El carril bici es un apaño que solo roba espacio a transeúntes y vehículos. En este tramo, como en la mayoría, los peatones invaden tranquilamente el hábitat natural de la bici. Como me he saltado varios semáforos en rojo, no me enfado con ninguno: los insulto sin pasión al pasar y les suelto un par de timbrazos; nada más.

Frente al parque de la Ciutadella, cerca del final de mi trayecto diario, está mi tramo favorito. Aquí entran y salen los coches de los políticos del Parlament, y quizá los de los empleados del zoo. Cada vez que paso por delante, me río con este chiste histórico-geográfico de juntar, en una antigua ciudadela militar española, a políticos catalanes y a animales enjaulados.

viernes, 18 de mayo de 2012

Un descanso: "Yonqui"

Abro los ojos desperezándome: estoy en la biblioteca de la universidad. Bostezo. Tengo la boca pastosa, como si tuviera resaca. A mi derecha, una pila de libros; a mi izquierda, unos cuantos papeles imprimidos. El salvapantallas me indica que mi portátil también se ha dormido. Las mesas a mi alrededor están vacías; todo está en silencio y en penumbra, excepto mi mesa, iluminada por una lámpara. ¿Qué coño hago yo aquí? Una chica cruza el pasillo empujando un carro y se detiene junto a una ventana. Su delgada silueta, a contraluz, parece un trazo con tinta china, un kanji. Coloca, lánguidamente, libros en los anaqueles. La miro hasta que mis ojos distinguen la palidez mórbida de su piel. No sé si es un fantasma o una sepulturera. Se fija en mí y me sonríe (sus dientes relucientes). Me asusto, bajo la mirada y descubro el libro sobre el que dormía: por el título, esto no es un sueño, sino una pesadilla muy real: El mercado y la globalización.


Lentamente voy recuperando el hilo. Estaba escribiendo un trabajo sobre la relación entre globalización y crisis para la universidad. La realidad vuelve a ocupar, poco a poco, mi cabeza: quiebra, BCE, deuda, Grecia, dinero, Lehman Brothers, mercado financiero, agencia de calificación, Irlanda, subprime, Islandia, desregulación, trader, FMI, activos tóxicos, burbuja inmobiliaria, especulación, tasa Tobin, 15-M, Alemania, corralito, Goldman Sachs, prima de riesgo, EEUU, Bankia...

No me he dormido por aburrimiento, sino por sobredosis de realidad. Para despejarme un poco, me sumerjo en la lectura de Yonki (1953), la primera novela de William Burroughs.

La realidad que presenta Burroughs es sórdida: la vida de un yonqui, William Lee. (Pienso en la flacura de la bibliotecaria.) Aunque quizá el verdadero protagonista sea la droga —la heroína, sobre todo, y otras muchas sustancias—. En cualquier caso, vida y droga, para Burroughs, son inseparables:
"He aprendido el estoicismo celular que la droga enseña al que usa. He visto una celda llena de yonquis enfermos, silenciosos e inmóviles, en aislada miseria. Sabían que era inútil quejarse o moverse. Sabían que, en el fondo, nadie puede ayudar a nadie. Nadie tiene una clave o un secreto que pueda comunicar a los demás. He aprendido la ecuación de la droga. La droga no es, como el alcohol o la hierba, un medio para incrementar el disfrute de la vida. La droga no proporciona alegría ni bienestar. Es una manera de vivir."
El estilo de Burroughs es descarnado, directo, sobrio. Se podría decir que el narrador es arrogante, como los de Henry Miller o Bukowski.


El anterior lector de mi ejemplar se hartó de tanta chulería, por lo visto, y decidió tomar cartas en el asunto. Se indignó y actuó: así me gusta, que la realidad invada el libro. Dice Burroughs: "Los demás pacientes eran de lo más vulgar y triste". Responde el lector, harto e irónico: "En cambio yo era un tipo interesante y que podía mirar por encima del hombro a todo el mundo". La lectura, como se puede ver, siempre genera diálogo, aunque sea conflictivo. Mientras trazo un perfil de bibliotecaria yonqui en la misma página, tengo la sensación de estar garabateando en la puerta de un retrete.

Entre tanta sequedad de palabras, las florituras aparecen con cuentagotas ("la ecuación de la droga" o "el estoicismo celular"). Lo que habría de ofrecer más posibilidades expresivas, los efectos de la droga en el consumidor, apenas es mencionado. De hecho, se relatan los efectos de la droga en todos los planos de la existencia drogadicta: el síndrome de abstinencia, los efectos corporales y mentales, la adicción, el tráfico de droga, la relación con la policía, los robos, la falta de apetito —sexual y no sexual—, la pérdida de contacto con la realidad, los juicios, la cárcel, la prostitución, el proceso de desintoxicación... Una crónica sin condena y sin apología de la cotidianidad del adicto. Quizá el aspecto en el que más ahonda Burroughs sea el síndrome de abstinencia; casi podríamos hablar de una poética del mono:
"Una mañana de abril me desperté con un leve síndrome de abstinencia. Me quedé tumbado mirando las sombras que se formaban en el techo de yeso blanco. Recordé que hacía muchísimos años solía tumbarme en la cama junto a mi madre y contemplaba cómo las luces procedentes de la calle corrían por el techo y las paredes. Sentí una aguda nostalgia de silbidos de tren, pianos que suenan calle abajo, hojas quemadas. Un leve síndrome de abstinencia siempre me trae los recuerdos mágicos de la infancia."
O:
"Si la droga desapareciese de la tierra, probablemente seguiría habiendo yonquis que vagaran por los barrios de la droga sintiendo el fantasma pálido, vago, persistente de la falta de droga, del síndrome de abstinencia."
Por si la realidad no tuviera suficiente con aparecer en los márgenes, escrita a lápiz, se infiltra sin previo aviso en el mismo texto (de 1953) y me desvela de mi lectura:
"Mucha gente ganó dinero rápidamente y con facilidad durante los años de la guerra y la inmediata posguerra. Cualquier negocio era bueno, del mismo modo que cuando la Bolsa está en alza todos los valores son buenos. La gente creía tener vista de lince para los negocios, cuando lo único que tenía era la suerte de que la coyuntura le resultara favorable. Ahora el valle pasa por un mal momento, y sólo los peces gordos pueden sobrevivir. En el valle, las leyes económicas son tan impersonales como las fórmulas algebraicas que enseñan en bachillerato, ya que no hay ningún elemento humano que pueda modificarlas. Los muy ricos son cada vez más ricos, y el resto va camino de la bancarrota. Los grandes negociantes no son astutos, ni despiadados, ni emprendedores. No necesitan decir o pensar nada. Todo lo que tienen que hacer es quedarse sentados y esperar que el dinero les llueva a espuertas. Tienes que ponerte al nivel de los grandes negociantes o abandonar la partida y aceptar cualquier trabajo que te quieran dar. La clase media se ha de apretar cada vez más el cinturón, y sólo uno entre mil de los que han nacido en su seno levantará cabeza. Los grandes negociantes son la banca, y los pequeños agricultores son los jugadores que tratan de hacerla saltar. El jugador se arruina si sigue jugando, y el agricultor debe jugar o exponerse a ser llevado a los tribunales por no pagar los vencimientos de los préstamos. Los grandes negociantes son dueños de todos los bancos del valle, y cuando un agricultor no puede pagar, los bancos se quedan sus bienes. Muy pronto, los grandes negociantes poseerán todo el valle."
La bibliotecaria del carrito, con su esbeltez de yonqui, sigue ordenando libros al final del pasillo como si nada. La realidad, El mercado y la globalización, me reclama: ya vale de ficción, vuelve a la realidad, a la oferta y la demanda.

martes, 15 de mayo de 2012

Robinson Crusoe: diario de lectura

La primera vez que intenté leer Robinson Crusoe (1719), hace unos cuantos años, aprendí a abandonar la lectura de los libros que no te están gustando. También aprendí, sin saberlo, aquel aforismo latino que decía algo así como: "no hay libro tan malo del que no sacar algo bueno". Una lectura inacabada y dos nuevas enseñanzas: está claro que la contabilidad de la pedagogía no hay por dónde cogerla.

Como no me gusta dejar las cosas a medias, en el segundo abordaje a la novela de Daniel Defoe he llegado hasta el final. Además, he aprendido al menos dos cosas: primero, que el libro no era tan malo; segundo, a leer en diagonal, o por lo menos a saltarme el aburrido relleno. (No logro imaginar lo que debe de deparar este libro al que consiga leerlo entero...)

Por regla general, las novelas de aventuras tienen fama de entretenidas: te impiden abandonarlas, son seductoras. Aún diría más: provocan gula en el lector, hambre insaciable de lectura. En cambio, en Robinson Crusoe, lo entretenido deja paso, en varios pasajes, a lo aburrido, aunque también, en más ocasiones, a lo interesante. La diferencia entre entretenido e interesante es que lo primero pasa y se va, mientras que lo otro pasa y, cuando se ha ido, ha dejado algo —huella, rastro, poso, surco, impresión, cicatriz—. Si nos ponemos brutos, lo entretenido es un regalo para ahora, pero lo interesante es para siempre, como los diamantes.

Hasta la página 63 de 350, Robinson no llega a la isla: nos relata la huida de su hogar, el casi hundimiento del barco de su primer viaje, su secuestro por parte de unos piratas, su estancia en Brasil... Mi primera lectura fracasó a estas alturas, antes de llegar a la isla. ¿Para qué tantos preámbulos, si lo que quiero es saber cómo se las apaña él solo en una isla?, me preguntaba entonces. Insistiendo y, sobre todo, escamoteando párrafos, en el segundo intento rebasé las aburridas turbulencias en las que había naufragado: llegué hasta la isla. Pero la pregunta —¿para qué tanto rollo, señor Defoe?— resurgió; mi yo lector actual la responde: para crear un personaje, el self-made man, y un ejemplar muy gafe, por cierto.

Así pues, uno llega bastante exhausto a la isla. Y lo que se encuentra es desalentador:
"Antes de instalar mi tienda, tracé un semicírculo delante de la cavidad, que tendría unas diez yardas de radio a partir de la roca, y veinte yardas de diámetro de una extremidad a otra. En este semicírculo clavé dos hileras de robustos palos, hundiéndolos en la tierra hasta que estuviesen firmes como estacas y dejando la extremidad más gruesa, afilada en la punta, hacia arriba, de modo que se irguieran unos cinco pies y medio sobre la tierra. Entre ambas dejé un espacio no superior a seis pulgadas."
Mi parte favorita este fragmento de la transcripción de su supuesto diario:
"24 de diciembre. Llovió copiosamente toda la noche y todo el día. No salí.
25 de diciembre. Llovió todo el día.
26 de diciembre. Sin lluvia; la tierra está más fresca y el tiempo más agradable." 

Uf. Y así con todo: Defoe nos cuenta cómo lo hace Robinson para construirse una casa, para hacer fuego, para cazar, para crear herramientas, para cultivar, etc.; en fin, para ser autosuficiente. Por suerte, de vez en cuando llueve y enferma, un terremoto sacude la isla, aparece una huella en la playa o rescata a un salvaje un viernes, y así se rompe su rutina.

En un principio, emparenté este how to survive in a desert island con la literatura semi-pedagógica clásica; por ejemplo, con Trabajos y días, de Hesíodo, que a veces se parece más a una enciclopedia (cómo y cuándo sembrar, qué mujer elegir, qué animales y qué esclavos comprar, etc.) que a lo que nosotros consideramos literatura. Pero esto no es un manual de supervivencia. Se parece, más bien, a una historia de la tecnología condensada en un solo hombre: Robinson ha de volver a inventar, a su manera, lo que la humanidad ya tenía: fuego, agricultura, caza, ganadería, alfarería, sastrería... De hecho, abandonar a un individuo en una isla es una forma de cuestionar la sociedad, no al individuo —Robinson es, en el fondo, una sociedad de un solo sujeto—.

Asimismo, para tratar de justificar el aburrimiento inherente a la novela, pensé en la verosimilitud. El lector necesitaba pruebas para creerse la historia, y qué mejor argumento que relatar todos los pasos necesarios para la supervivencia biológica. El lector del siglo XXI, por contra, necesita otro tipo de verosimilitud: exige muestras de la supervivencia psicológica. Es decir, cómo consigue Robinson resistir 28 años de soledad sin enloquecer. El lector del siglo XXI quiere saber lo que pasa en la cabeza del náufrago, no en su estómago. (En Sukkwan Island, de David Vann, nos encontramos un aislamiento voluntario en una isla de un padre y su hijo, dos robinsones del siglo XX; la cosa, claro, no puede acabar bien.)

Por suerte para todos, Crusoe no es de piedra —pero casi—. Las dudas existenciales que tiene las aplaca rápidamente el cristianismo. (A falta de psicoanalista, buenas son Biblias.) El bueno de Robie es tan racional, tan conservador, tan paciente, tan ordenado, tan asexual, tan inglés, que incluso hace una lista de las cosas buenas y malas de su situación naufragada; para morirse de la risa. Pero no hay que olvidar que Robinson también representa la posibilidad quijotesca de crearse a sí mismo, de realizar los sueños propios; es decir, la libertad burguesa absoluta, el "si quieres, puedes". Aunque tiene un porvenir asegurado con papá y mamá, el niño Crusoe decide que quiere ser marinero, se pongan como se pongan. Paradojas de la vida: huirá de un futuro aburrido para acabar atrapado en una aburrida existencia de náufrago.

Entre tanto trabajo y tanta religión, Robinson encuentra algún momento para ponerse humano; o sea, para desesperarse un poco y ganarse al lector:
"—Cómo puedes ser tan hipócrita —me dije en alta voz— y fingirte agradecido por una situación de la cual deseas ser liberado de todo corazón, por grandes que sean tus esfuerzos para resignarte a ella?"
También saca tiempo para reflexionar sobre su situación y para cagarse —indirectamente pero en abundancia— en la sociedad:
"Vivía, pues, cómodamente, con el espíritu absolutamente sereno y resignado a la voluntad de Dios y por entero a disposición de su Providencia. Por tanto, mi vida era aún mejor que la vida social, puesto que cuando me lamentaba de la falta de conversación me preguntaba si no era preferible conversar con mis pensamientos y —si me es lícito decirlo— con el mismo Dios, a través de mis plegarias, que disfrutar la sociedad humana."
¿Para qué quiere el hombre a la sociedad, si ya tiene a Dios? Reformulo la pregunta: ¿para qué quiere el hombre esta sociedad? Se las trae, el señor Robinson.

Acabo con lo más incendiario de la novela, parte del epílogo metaficcional y ataque de Defoe a su propia creación. Habla Viernes, el esclavo de Robinson, después de leer la novela Robinson Crusoe y otros libros:
"Creo que los blancos en general, y los ingleses en particular, lleváis el complejo de superioridad en la sangre. Mi amo [Robinson Crusoe] solía leer en la Biblia que Dios había dado la tierra a la primera pareja para que la poseyera: supongo que serían ingleses, pues él no tuvo reparo en escribir que toda la isla (a cualquier cosa se le llama país) era de su absoluta propiedad y que tenía un derecho indiscutible de dominio. ¿Es eso lo que se llama colonizar? ¿Pues no decía él que Dios había creado todas las cosas? ¿Por qué tenía que ser suya una isla sólo por haber naufragado en ella? ¿Quién fue el primero que dijo «esto es mío» para expulsar a los demás? ¿Es posible que haya habido alguna vez una edad dichosa en que se desconocieran las palabras tuyo y mío? ¿Quién trazó las fronteras? —hizo una pausa—. Creo que no debería haber leído tanto. Ya dijo el sabio que quien añade ciencia añade dolor".

domingo, 13 de mayo de 2012

"Black Mirror", o lo peor de ti eres tú


Ya había oído hablar de ella, pero fue una entrada del blog del escritor Jordi Puntí lo que finalmente me convenció para que viera Black Mirror. (El blog, Solo de Underwood, es tan recomendable como la serie: se trata de la columna semanal que publica el autor de Maletes perdudes en El Periódico, donde toca casi todos los palos: desde temas culturales —literatura, cine, series, música, etc.— a políticos y sociales, siempre con sentido del humor e ironía.)

Bueno, a lo que iba: Black Mirror es una miniserie de tres capítulos independientes pero relacionados temáticamente. Es decir, no hay continuidad argumental entre las tres tramas, sino conceptual: las nuevas tecnologías de la comunicación juegan un papel fundamental, concretamente el del malo de la película. Me refiero a la televisiónInternet y los móviles, esos tres grandes corruptores.

Sin embargo, no solo la tecnología es la mala: el culpable es, sobre todo, el usuario, el que aprieta el gatillo. Nosotros, todos incluidos. En este sentido ha de entenderse la metáfora del título, el espejo negro: las pantallas de la televisión, el móvil y el ordenador solo son espejos que reflejan nuestro interior —tan oscuro como nuestro—. La tecnología digital es una prolongación o una ampliación de la mente humana; aunque, en este caso, amplía o prolonga la parte más sombría.

Un ejemplo. En el primer capítulo, "The National Anthem", un vídeo colgado en Youtube informa de que la ficcional princesa Susannah ha sido secuestrada; si el Primer Ministro británico no mantiene relaciones sexuales con un cerdo en la televisión nacional, ese mismo día y en directo, la famosa y querida princesa será asesinada. El secuestrador es un sádico con ganas de aleccionar al personal, al estilo del Jigsaw Killer de Saw; y vaya si alecciona. En este caso, la moraleja va dirigida a toda la sociedad, que se queda pegada a sus pantallas viendo cómo se desarrollan los hechos sin mover un dedo por nada ni nadie.

El primer capítulo es, sin duda, el más espectacular de los tres. No hay contenido sexual alguno, ni zoofílico ni nada, o sea que los más sensibles no han de preocuparse por esto. Lo preocupante son las escenas en que podemos ver las caras de los espectadores viendo la televisión. Al lado del derrumbe moral de un país al completo, follarse un cerdo no es nada.

Los capítulos siguientes van en direcciones parecidas, aunque no son tan aparatosos; son más orwellianos, cada uno a su modo, y más distópicos, cercanos a la ciencia-ficción; no obstante, los malos no cambian, son siempre los mismos: nosotros. El segundo, "15 Milion Merits", es una crítica de los reality shows tipo Operación Triunfo o Factor X. El tercero nos introduce en una sociedad absolutamente controlada por sus propios individuos, gracias a unos aparatos injertados en el cerebro que graban todo lo que cada uno vive —una prolongación de la memoria—; el título es bastante explicativo: "The Entire History of You".

Captura del inicio del tercer capítulo: el protagonista reflejado en una mesa 
de trabajo de color negro (otro espejo negro).

jueves, 10 de mayo de 2012

Bestiario bibliotecario

1
Compruebo que todo esté en orden: ordenadores y luces apagados, mesas despejadas de libros, persianas bajadas. No me lleva más que un instante porque la biblioteca donde trabajo, mi biblioteca, es minúscula. (Es lo que tienen las bibliotecas de las escuelas de idiomas.) Tiene el tamaño de un comedor grande; tiene cuatro o cinco estanterías con sus respectivos libros, cuatro mesas y sus sillas, tres ordenadores y mi escritorio. En comparación con otras bibliotecas, igual que el hogar del Principito al lado de otros planetas, mi biblioteca es ridícula. Yo digo que es acogedora, familiar: ¿qué iba a decir, si no, de mi reino? Porque, como el Principito en el asteroide B 612, aquí mando yo: solamente yo y yo solo. Para los miembros de una monarquía, no tener un séquito al que mandar debe de ser un problema; para el resto, es un lujo estar en la cúspide de la pirámide, aunque no sea de por vida, aunque la pirámide haya quedado reducida a un solo vértice, a un puntito, a mí.

Ya puedo cerrar la biblioteca, pues. El trabajo del bibliotecario es agotador física y mentalmente —mucho rato sentado—, así que voy al baño a refrescarme y liberar líquidos. Mientras me lavo las manos y me miro en el espejo, repaso la tarde. Al abrir la biblioteca, una señora me ha recriminado que no funcionara la película que había cogido.

¿Y qué culpa tengo yo, señora?  me gustaría haberle dicho. En cambio, he sonreído y me he encogido de hombros—. Estará rallada: seguro que puedo arreglarla. Coja otra, si quiere...

Claro que quiere, la señora.

¿Esta funcionará?  me pregunta, cuando vuelve.

¿Cómo voy a saberlo yo? querría haberle soltado—. Seguro que sí, ya verá le he dicho, sonriendo de nuevo.

Otra señora se ha enfadado porque no le he querido prestar el diccionario inglés-castellano. Otra se ha enfadado porque quería penalizarla al devolver el libro 35 días tarde. El estado habitual de las señoras es el enfado. Mi favorita es la que me ha contado por qué no ha podido ver Matilda

Primero no funcionaba en casa, y luego otro día la probé en la oficina ¿aún trabaja?, pero no pude acabarla, así que saliendo me fui a casa de mi hijo —¿se reproducen las señoras?—, porque quería acabarla, yo me llevo muy muy bien con mi nuera, ¿sabes? ¿cómo se llamará esta señora? ¿Pilar? ¿Encarnación? ¿Dolores? Para soportar sus historias, intento ponerles nombre, pero el ordenador no funcionaba, y no tienen DVD ni tele, porque mi nuera es muy moderna pero también muy naturalista, y ya que estaba pues me quedé un rato con mi nietecito, qué ricura... Si supiera esta señora, si lo supieran las señoras, la comunidad de señoras, que existen los blogs, y que aquí se puede atosigar a la gente pero sin la gente...

También han pasado mujeres y chicas, hombres y chicos, por la biblioteca (en cambio, señores no, ni uno: a su edad ya no están para bibliotecas)Pero su rastro lo borran las señoras.

2
Al salir del servicio, sonaba la alarma del colegio. Junto a la puerta de salida, a través del cristal, un niño de unos diez o doce años llevaba la chorra al aire y la hacía girar como las hélices de un helicóptero. Me he quedado pasmado frente a él, con la puerta separándonos, quizá durante un minuto. Otros niños, de la misma edad, revoloteaban alrededor. Solo se oían gritos y carcajadas con la alarma de fondo. De repente, unas cuantas piedras han impactado en el vidrio de la puerta, sin romperlo pero pegándome un buen susto; el del pene rotatorio ni se ha inmutado. He pensado en los niños gamberros, salvajes y embrutecidos, de las favelas de Ciudad de Dios. Seguía bloqueado y boquiabierto, contemplando la escena, cuando unos cuantos chavales han huído despavoridos.

—¡La madre que parió a los gitanos! —grita, detrás de mí, la conserje. Mete la llave en la puerta y la abre. El resto de niños también sale corriendo—. Como deje la puerta abierta, se me cuelan en el colegio. Y entonces me lo queman. Son como hienas. ¡Si seguís liándomela, llamaré a los mossos, cabrones! —les grita la mujer, desesperada.

3
Cuando salgo, todos han huido ya. Menos uno; debe de ser el líder, el más duro. Por suerte, ya la ha enfundado. Está sentado en una vespino balanceando los pies: aún no llega al suelo.

—¿Qué miras, cuatro ojos? —me dice.

Lleva una camiseta gris con una D y una G enormes y negras. Una cadena dorada le asoma por el cuello. En una oreja le brilla un pendiente. A su lado hay otra moto, tirada en el suelo. El niño pandillero sonríe como si estuviera de vuelta de todo, con sus doce años y sus pies colgando como si fueran un buen par de cojones. Le devuelvo la sonrisa más cínica que tengo, la mirada más nihilista, a ver si un crío se creerá que está más de vuelta que yo, y me voy.

—¡Adiós, cuatro ojos!

4
Un poco más adelante, en la misma calle, me detengo en un jardín: en una esquina, junto a unos pedazos de pan medio podridos, corretean unos cuantos ratones. Cuando me acerco, se esconden asustados, hasta que se acostumbran a mi presencia y se vuelven a asomar. Visitarlos al salir de trabajar forma parte de mi ritual de bibliotecario. Se mueven a una velocidad insólita y parecen muy ocupados en comer el pan que otro adepto les habrá traído; parece, sobre todo, que el mundo, más allá de un metro de distancia, les da igual. El tráfico, el ruido y los paseantes no importan para estos ratones urbanos. Su mundo aislado dentro de nuestro mundo transmite paz; verlos vivir sin preocuparse de nosotros tranquiliza, como entrar en una catedral. Contemplar a los ratones: la verdadera religión del hombre.

A lo lejos, la pandilla de bullies vuelve a las andadas: pedradas contra la escuela, gritos, insultos a la pobre conserje. No veo al líder, pero imagino que la estará paseando por ahí. Uno de los chavales mira hacia mí, así que me voy, por miedo a que descubran el templo de los ratones. Introducir nuevas especies siempre es fatal para un ecosistema estable.

lunes, 7 de mayo de 2012

Polonia: el aislamiento voluntario

Subo al tren empapado por la lluvia y, mientras busco un asiento, me despido de Girona echándole un último vistazo. Un domingo pluvioso, el viento y los colores siempre otoñales, la luz que todo lo agrisa: Girona en estado puro. La fisonomía melancólica de Girona invita a la despedida. Dicho de otro modo: vamos a Girona para poder marcharnos de ella.

El tren arranca y me aparta de mis elucubraciones, así que elijo un sitio y empiezo a descargar la mochila, la bolsa con tuppers y otras chucherías cortesía materna y el abrigo calado.

¡Hola, Guillem, cuánto tiempo! oigo que me dice alguien. Antes de girarme, una gota de sudor frío me recuerda, atravesándome la espalda, que tendré que hablar con esta persona durante todo el trayecto de tren hasta Barcelona.

Me giro y sonrío de puro alivio: es una antigua compañera de un antiguo trabajo que ¡uf! me caía muy bien. No habrá descenso a los infiernos, solo conversación agradable.

¿Qué tal va todo? me pregunta E, por llamarla de algún modo—. ¿Aún estudias aquello... cómo se llamaba?

Sí respiro profundamente, Humanidades. ¿Y tú que estudiabas?

Psicología me responde E. Sonrío de nuevo, esta vez por dentro, imaginando nuestro reencuentro en la cola del paro.

La charla sigue por los derroteros dictados por el arte de ponerse al día: que si trabajo aquí o allá, ahora vivo en tal sitio, qué te has hecho en el pelo, etc. Cuando se agota el presente, se rescata el pasado: ¿te acuerdas de aquella noche...?, ¿dónde parará fulano?, en realidad aquel curro no estaba tan mal... Exprimido el pasado, doy un salto adelante:

Por cierto, ¡el año que viene me voy a Cracovia de Erasmusle digo, añadiendo algo de entusiasmo.

¡Muy bien! Pero, ¿Cracovia? Eso es Polonia, ¿no?

Bueno... yo quería irme a Alemania o Austria —me excuso, pero como no sabía alemán...

¿Y sabes polaco? me interrumpe.

No, pero las clases son en inglés hago una pausa y respiro profundamente. También descarté Londres por ser enorme y cara...

¿Y no será mejor Italia, Portugal o Francia? Hará menos frío...

Si ganara Hollande me lo pensaría... digo, por decir algo: joder con la psicóloga—. Portugal no deja mucho espacio para viajar... Italia no me apasiona demasiado... Y, de todos modos, ya me han dado la plaza para Polonia.

Vaya, que te vas a Cracovia como podrías irte a Guadalajara, ¿no? —cómo aguijonea, la psicóloga—. Yo al menos habría elegido algo menos frío.

Oye, ¡que voy a clases de polaco y todo! me defiendo.

Claro, las ilusiones hay que alimentarlas. Como la pareja que redecora el comedor para tener algo por lo que discutir.

Glups. La psicóloga se las trae. Cojo fuerzas, respiro, me pongo cómodo en el asiento-diván y continúo.

Bueno, E, la verdad es que tampoco he reflexionado mucho sobre el porqué del destino...

¿Y has pensado por qué quieres irte, precisamente ahora, de Erasmus?

Jo. Qué tía, cómo aprieta las tuercas.

Pues...

¡Era broma, hombre! sonríe, por fin, la maldita, y me da una palmada en la espalda—. Todos tenemos derecho a desaparecer una temporada. Apagar el móvil o, mejor aún, no cogerlo si te llaman, borrar la cuenta de Facebook, no responder los emails, no felicitar ni un solo cumpleaños, pasar el día leyendo y mirando películas, desinstalar el Skype, no dar la dirección a ningún conocido, no recibir ni una sola visita,  viajar sin compañía, etc. En fin, convertirse en un desaparecido. ¡Soy la mayor admiradora del aislamiento voluntario!

Joder con E, la muy psicóloga.

Dejo pasar unos minutos. Mientras el silencio va asentándose, dudo si reanudar la peliaguda y peligrosa conversación o aislarme voluntariamente durante lo que queda de trayecto. Nunca había experimentado un silencio tan cómodo: es la calma después de la tempestad, de la tunda psicológica.

Al final, sin embargo, me quedo con un término medio —y, por tanto, inocuo—: hablar de la crisis económica y del fin de Guardiola.

viernes, 4 de mayo de 2012

3 de mayo, Barcelona: la vergüenza

Llego a casa acalorado, tras la manifestación estudiantil, y me miro al espejo: tengo la cara roja como un tomate. Me habré quemado de tanto andar bajo el sol primaveral catalán. Tendría que haberme echado crema protectora, como hacía el resto de estudiantes a mi alrededor: no es que sea muy lechosa, mi piel, pero a estas alturas del año aún no está curtida. Un par de horas paseando por Barcelona han bastado para churruscarme como un buen guiri.

Pero el rojo de mi cara es más intenso que el de los turistas, y, sobre todo, más enfermizo. Mucho más enfermizo que el rojo canceroso: es otro tipo de cáncer. Las palabras enfermizo y cáncer, al fin, me han ayudado a comprender: solo hay un tono de rojo más encendido que el que colorea la Rambla. Es un rojo que no viene solo de fuera, sino también de dentro. Es el rojo de la vergüenza. El rubor. El sofoco. El bochorno.

(¿Qué querrá decirnos el diccionario con tantos sinónimos?)

Tras averiguar el tipo de rojo que me colorea, me pregunto: ¿por qué estoy tan avergonzado? Me observo fijamente en el espejo, más allá del rojo, y empiezo a enumerar, a arrojar porqués. Noto, rápidamente, que los motivos personales —privados— de vergüenza no han cambiado: las taras físicas y las carencias mentales son las mismas, mis miedos siguen escondidos en el mismo lugar. Tampoco he pecado más de lo habitual, padre. Es la otra vergüenza la que ha alarmado mi rostro: la vergüenza ajena. La vergüenza pública.

Enfoco mi búsqueda, pues, hacia la vergüenza exterior. Mi cabeza se abarrota velozmente de vergüenzas ajenas, sin esfuerzo, con una misteriosa naturalidad. Corrupción política, especulación, austeridad —en educación, sanidad, cultura o investigación: en lo que quieras—, tasa de desempleo, violencia policial, listas negras, rescates bancarios, desahucios, etc. Esto parece el campo semántico de España —que también es campo de batalla y de concentración—. La lista de porqués ajenos es vergonzosamente larga. Abandono el baño y, meticulosamente, me siento frente al ordenador, para no perderme ni una vergüenza. Mi cerebro dicta. La velocidad con que escribo denota lo vergonzosamente fácil que aflora lo vergonzoso; peor aún: cae por su propio peso. La escritura automática debe de parecerse a esto: la vergonzosa sincronización de las palabras y las manos.

Al final, me detengo. Voy de nuevo frente al espejo y me miro. Sigo igual de rojo. Ha de haber, todavía, en algún lugar, algo más vergonzoso, lo vergonzoso. Empiezo a palidecer cuando cambio de planteamiento: busco qué me enorgullece o, al menos, no me avergüenza del panorama actual. Lo vergonzoso, por fin, es que no encuentre nada.

martes, 1 de mayo de 2012

Sant Jordi y las chicas que no leen

El día de Sant Jordi recibí tres libros: El concepto de la angustia, de Kierkegaard, Esferas I, de Peter Sloterdijk, y Memorias del subsuelo, de Dostoievski. ¿Resultado? Filosofía, dos, literatura rusa, uno. Agárrate.

Pero que no cunda el pánico: no hablaré de ellos. Sant Jordi es el día de los enamorados y del libro, no de la lectura. La diferencia es que, en el segundo caso, las calles estarían vacías: todos en casita, leyendo follando. Tampoco os preocupéis por mí: los libros los recibí de mí mismo. Este tipo de libros es mejor no recibirlos que recibirlos de una chica. Aunque, en el fondo, tampoco eran regalos, sino lecturas universitarias, impuestas. Material de laboratorio, vaya.

Por suerte, recibí un regalo de verdad. Descubrí y leí (en el blog Au bout de la nuit) un relato titulado "Sal con una chica que no lee", de un tal Charles Warnke. En inglés, "You Should Date an Illiterate Girl". Lectura obligatoria, lo siento. (Está bastante bien.)

El relato antepone la vida falsamente feliz a la vida infeliz pero auténtica; la vida con an illetrate girl o la vida con a girl who reads. En realidad —lo siento— la chica no existe, es un mero pretexto: la elección es entre una vida inconscientemente feliz y otra conscientemente infeliz. Abrazar el engaño o ahogarse en la sinceridad, comer mierda o morirse de hambre, etc.

La ambivalencia que otorga a la lectura también me ha gustado: el que lee es capaz de imaginar y, por tanto, de aspirar a todo; tiene ambición vital. Además, es capaz de ver las cosas tal y como son y no se engaña. Pero, inevitablemente, la imaginación tropieza con la realidad y provoca desilusión. Mezclar clarividencia y afán es indigesto.

Charles Warnke usa el imperativo, que es el modo verbal de la autoayuda. Al principio asusta un poco, pero, por suerte, el texto no ayuda nada. Esto está bien: ayuda bastante.

El tono exhortativo y la apariencia de monólogo me han recordado otros monólogos igualmente optimistas del cine. El primero, de El club de la lucha, es muy positivo.



Lo optimista está en el color verde.

El segundo, de Trainspotting, choose life:


Entre la illetrate girl y la chica que lee, Renton elige la heroína. En realidad es como elegir la illetrate girl. Al final de la película, Renton elige la vida —otra illetrate girl, vamos—:


El último, de 25th Hour, o La última noche. Este está muy enfadado, se hartó de leer.


Las tres películas, por cierto, están basadas en novelas. Tonto el que lea, pero el que no lea es tonto: todos tontos.

1 de mayo de 2012, Barcelona

La banda sonora de este 1 de mayo es el helicóptero; el tema siempre ha sido la estafa.