miércoles, 27 de febrero de 2013

Todos somos Eleanor: Austerlitz somos todos

En el hostal donde pasé mis primeras dos semanas polacas conocí a gran cantidad de viajeros, unos con historias más interesantes que otros. Entonces aún me atraían los cuestionarios con los que la gente se presentaba: de dónde eres, qué haces en Cracovia, de dónde vienes o adónde irás, con quién viajas, etc. Entre viajeros (qué bien y qué pretencioso queda decir esto, se siente uno un auténtico Indiana Jones), cuando la rutina todavía no había embrutecido la emoción de conocer a un desconocido, raramente salía a colación una de las preguntas más habituales entre nosotros, los estudiantes de Erasmus: ¿y tú qué estudias? En las raras pero afortunadas ocasiones en que la conversación superaba los estadios introductorios, la maldita cuestión surgía siempre para arruinarlo todo un poco, para recordarnos sutilmente que aquello —el viaje, pero también el Erasmus era temporal. Sin embargo, entre viajeros, en el hostal, lo hacía camuflada en otra pregunta más general, aunque no menos odiosa: ¿a qué te dedicas?, o el tópico: ¿estudias o trabajas?, o el más abstracto: ¿qué haces en la vida?

Que no fuera relevante a qué dedicara uno su vida era una agradable ilusión sensación. Era relajante no juzgar ni ser juzgado por algo tan poco revelador como la ocupación. Quizá sólo entre viajeros se puede sentir uno de nuevo como un niño entre niños. Además, todas las conversaciones adquirían un tono levemente apesadumbrado cuando salía a relucir el tema, que encubría el ominoso regreso al hogar y —¡horror!— a la rutina. En otras palabras, el fin del viaje comportaba la pérdida del cómodo y feliz, aunque pasajero, disfraz del viajero.

Muchas veces había fantaseado, y volví a hacerlo a raíz de aquellos primeros días polacos, con la idea de llevar una vida donde el viaje fuera la rutina y lo normalmente rutinario, la excepción. Tener, en fin, la vida de un Viajero, alguien mayúsculamente viajero. Supongo que son pocos los que pueden decir que su hogar son los hostales o los hoteles, que su medio de transporte habitual no es el metro o el autobús, sino el tren o el avión o el autoestop. Estos afortunados tendrán, me figuro, un concepto distinto de familia, cuyos miembros estarían esparcidos por el mundo y cuyo número aumentaría tras cada nuevo desplazamiento. ¿Visitar un nuevo país: visitar a la familia? También imagino, aunque es muy probable que me equivoque y que todo esto no sea más que otro de los tristes rodeos a los que nos tienen acostumbrados el miedo, el autoconsuelo y la envidia, imagino también, decía, que, para estos Viajeros, la emoción de despertar cada mes en un lugar distinto ha de parecerse, con el paso del tiempo, a las pequeñas dosis mensuales de aventuras que experimentamos el resto de mortales al comprar una nueva prenda de ropa, al ir al cine o al teatro, al salir a cenar fuera, etc. ¿Hay algún Viajero en la sala? ¿Acierto, atento Viajero, con mis hipótesis, o mi envidia me está provocando un exceso de imaginación? ¿Se desgasta, Viajero, tu disfraz, tal y como se desgastan los disfraces de los demás? Quizá, hipotético Viajero, sólo estoy intentando compensar un extraño desequilibrio de nuestra facultad fabuladora: qué difícil resulta imaginar el cansancio, la rutina, el tedio o la repetición, y con qué facilidad nuestro cerebro fabrica aventuras, novedades, felicidades futuras...

Entre tantas suposiciones (fruto de la soledad y del aburrimiento, sigo suponiendo), en aquel hostal conocí a una vieja Viajera. 

Releo en las notas que tomé aquellos días que su nombre era Eleanor, aunque no estoy seguro: no logré entenderla cuando lo pronunció una y otra vez al presentarse, quizá por su marcado acento estadounidense, quizá porque, sin conocer aún su historia, no presté la atención que merecía. Tampoco comprendí cómo se llamaba una sopa que aquel mismo día me invitó a tomar para cenar en el comedor del hostal. Después de repetir el nombre del plato, receta de su abuela polaca, pretendí haberlo entendido perfectamente, como había hecho cuando se había presentado. Mientras degustaba la deliciosa y anónima sopa la cual, más adelante, identificaría como un barszczuna sopa de remolacha muy habitual por estas tierras, Eleanor iba desvelando, sorbo a sorbo, ante mi progresivo asombro, parte de su historia. Ahora intento recordar qué nos preguntamos mutuamente, qué derroteros siguió nuestra conversación de viajero a Viajera o qué cuestión o anécdota desató su monolítico monólogo, pero mi cerebro apenas almacena un resumen de su relato y la enérgica naturalidad con la que me lo contó.

Por desgracia, no sólo me quedaré sin averiguar su identidad, sino que tampoco averiguaré la continuación de su historia, los resultados de su búsqueda. (¡Cuántos cabos sueltos!) Perdí el post-it donde, el último día que la vi, garabateó su correo electrónico, justo antes de despedirse de mí con un inesperado abrazo. El preciado post-it desapareció entre un montón de tiques y otros papeles que, probablemente, terminarían en la basura, arrojados sin el menor interés por mi parte. Pregunté por ella a la gente del hostal, incluso a los recepcionistas, pero nadie parecía haberse percatado de su tímida presencia. Nadie le había prestado atención al chubasquero morado, viejo y pasado de moda, ni a la mochila beige, igualmente ajada, que siempre vestía y cargaba una mujer de más de sesenta años, de pelo corto y gris, cuya vitalidad contrastaba con su arrugada fisonomía. Varias veces la había encontrado en el comedor de aquel hostal, con la mesa llena de libros y copias del registro civil, que leía y marcaba una y otra vez, obsesivamente, buscando sin éxito cualquier pista para seguir el rastro de sus abuelos, emigrantes polacos que, durante las primeras décadas del siglo XX, quizá huyendo de la IGM, decidieron saltar al otro lado del océano para encontrar mejor fortuna y crear una familia.

En 2007, Eleanor, viuda y ya jubilada, decidió cruzar el charco para emprender la búsqueda de sus raíces polacas. Muertos sus abuelos y su padre, y estando su madre en un pésimo estado de salud, ella era el único eslabón entre el pasado polaco de su familia y sus descendientes, tres mujeres con demasiadas preocupaciones como para preocuparse además por el pasado de la familia, muy lejano y ajeno. Pero Eleanor sentía un deber para con ellas y sus nietos: si ella no descubría la historia de esa parte de la familia, caería irremisiblemente en el olvido. Sólo en el pasado, me dijo en alguna de nuestras conversaciones Eleanor, con una determinación y una retórica muy hollywoodienses, sólo en el pasado se encuentra la respuesta a las preguntas del futuro. Las preguntas se las había formulado ya ella y, en su debido momento, se las formularían sus hijas y sus nietos. Por eso sólo Eleanor, auténtica abuela superheroína, reconocía la importancia de esta búsqueda y, al mismo tiempo, tenía los conocimientos y el tiempo libre necesarios para llevarla a cabo antes de que fuera tarde.

Sin embargo, sus primeros intentos de encontrar algún vínculo con sus abuelos o bisabuelos, o cualquier indicio de algo remotamente familiar, fracasaron. Ni un hogar, ni familiares, ni personas conocidas. Pasó varios meses en Polonia, escudriñando las ciudades donde habían vivido sus cuatro abuelos. Pero nada. Ni un triste registro escrito que los recordaraNo obstante, en toda búsqueda se acaba encontrando. Primeramente, reencontró la lengua polaca. Sin haberla hablado desde niña, desde la muerte de la última de sus abuelas, al verse envuelta de nuevo por la lengua consiguió volver a entenderla y a hablarla con cierta fluidez. Como si hubiera formado siempre parte de mí misma, me dijo, como si solamente lo hubiera puesto en stand by. Como montar en bici. Y, last but not leastEleanor descubrió, más vale tarde que nunca, su auténtica y desconocida pasión: viajar. O, mejor dicho, Viajar. Con una v tan mayúscula que empezaba a hacerle sombra a la b de búsqueda.

Tras la estancia en Polonia, en vez de regresar a su hogar, decidió ir a América del Sur; a continuación, visitó el Sudeste Asiático y volvió a Europa, intercalando sus viajes con estadías en Estados Unidos y Polonia, su nuevo hogar, en las cuales visitaba a su familia y proseguía la dichosa búsqueda. A sus sesentaytantos, sin comerlo ni beberlo, Eleanor había salido por primera vez de Estados Unidos para darse cuenta de que, más allá, había un mundo entero. Estos viajes, me dijo, actuaban como respiro de su búsqueda. Pero, en realidad, ésta no cesaba nunca: en cada lugar que visitaba, aprovechaba para contactar con asociaciones de inmigrantes polacos y para conocer a gente que estaba en una situación similar a la suya. Entonces supuse que mantenía la inocente esperanza de encontrar pistas en cualquier sitio. Entre otras historias que me contó, recuerdo el caso de una chica canadiense que había conocido hacía un par de años en Brasil. La chica no sabía nada de los abuelos de Eleanor, claro. Ella y su hermana gemela habían sido adoptadas por una familia canadiense, pero eran de origen brasileño. La brasileña canadiense había decidido ir a Brasil sola, sin su melliza, a conocer a su familia biológica. Ésta no sabía nada de su visita. La madre biológica no había tenido más noticias de los dos bebés. Le pregunté a Eleanor cómo reaccionaron tras la sorpresa, pero me dijo que no lo sabía: se despidieron el mismo día en que la canadiense iba, por fin, a dar el paso definitivo. ¿Qué le diría, la chica? ¿Cómo iniciaría la conversación? Hola, mamá, pasaba por Brasil y... Tras otras historias (esta historia sin final era, ahora lo veo, un presagio) me fui dando cuenta de que viajar y conocer a gente distinta eran, para Eleanor, más importantes que la búsqueda en sí: eran la nueva forma que había adoptado su búsqueda. La búsqueda no estaba solamente en Polonia, sino que concernía al mundo entero. Como aquel tipo del chiste, que le dice al médico que le duele en todas partes del cuerpo donde se toca con el dedo roto, el problema de Eleanor la sigue allí donde va. No seré yo, claro, el guapo que le diga que su dedo está roto.

Durante estos seis años de Viajera, lo que más había detestado Eleanor era volver a Estados Unidos. No olvidaré la intensa rabia con la que criticó los acuerdos de la zona Schengen, que le impedían pasar, si mal no recuerdo, más de tres meses en Europa sin abandonarla por un tiempo. Podría haber pagado no sé cuántos dólares para extender el visado, me dijo Eleanor, o podría haber regresado a Estados Unidos —al mencionar el regreso empezaba a escapársele la risa—; pero, evidentemente, prefería retomar su papel de Viajera e ir a algún sitio nuevo. Entonces su rabia se diluía en la ironía: ¡qué tiranía, la de la zona Schengen! ¡Pobre Eleanor, obligada a Viajar! ¿Voy a Estados Unidos o... a cualquier otro país del mundo? Además, no sólo se había aficionado demasiado a no parar quieta como para aborrecer la vuelta a casa, sino que también sentía que no finalizar su búsqueda era una decepción para su familia. Sin embargo, los sentimientos de la familia no coincidían con los de Eleanor: aquélla estaba preocupada por la seguridad de la abuela, viajando sola por el mundo, no por la infructuosidad de su odisea. Pero Eleanor me dijo que era bueno que se angustiaran un poco. Sólo así podrían compartir con ella sus propios temores u obsesiones, añado yo: la necesidad de autocomprensión y el miedo al olvido. Con cierta picardía me confesó que, para ella, viajar por el mundo devino en una especie de chantaje a la familia: quizá si ésta teme la desaparición de la abuela, quizá si la familia alcanza a valorar el riesgo que la abuela está corriendo, comprenda por fin la importancia de la búsqueda y se implique en ella. Entonces, la ingenuidad de Eleanor me pareció un claro ejemplo de cómo las líneas que separan la causa de la causa perdida, y la causa perdida del delirio, son bastante delgadas. O, dicho de otro modo: en la adolescencia, incluso en las segundas adolescencias, candor y pasión siempre van de la mano. Pero ahora me doy cuenta de que todo aquello sólo eran excusas, excusas muy elaboradas pero, al fin y al cabo, excusas: una manera de encubrir su nueva y, por qué no reconocerlo, egoísta forma de vida.

En fin, como ya he dicho, no pude averiguar el desenlace de su relato. No sé si Eleanor encontró alguna pista que le permitiera obtener respuestas. Así que me conformo con imaginarla, dentro de unos años, perdida en algún lugar recóndito, contándole su historia a un viajero de pacotilla como yo. La veo más vieja, más obsesionada, con su energía mermada: el fracaso hace mella en todos. Quizá mis suposiciones fueran ciertas y viva sus últimos días Viajando de aquí a allá, olvidada por todo el mundo, como ella ha olvidado su búsqueda, pero feliz. Quizá su familia decida ayudarla, por pena o por convicción; quizá una de sus hijas la rescate de una situación peligrosa y novelesca, devolviéndola a casa derrotada y senil, cual don Quijote. Quizá, en uno de sus viajes, conozca a un entrañable abuelo que le mitigue las ansias de Viaje y de búsqueda. Quizá terminen viviendo juntos en algún lugar paradisíaco, convirtiéndose en aquellos extravagantes viejitos que reciben visitas un par de veces al año. Quizá la rutina, el tedio y la repetición acaben apagando la chispa que encendió una anómala y desmedida curiosidad juvenil. Quizá la memoria de aquellos años locos termine también sepultada. Quizá la palabra Polonia pase a ser un tabú familiar, por miedo de que, como un conjuro, pueda despertar de nuevo sus ansias Viajeras o de búsqueda. Quizá lo mejor haya sido no conocer el final de la historia.

Pero, a veces, inesperadamente, la realidad y la ficción se ponen de acuerdo y colaboran como buenas hermanas. Ésta rellena los huecos de aquélla y/o aquélla reviste a ésta de un encanto personal, exclusivo. Me explico.

Hace cosa de un mes, quedando ya lejos aquellas dos primeras semanas polacas y con el recuerdo de Eleanor camino del olvido, terminé de leer Austerlitz (2001), de W. G. Sebald. El protagonista, Jacques Austerlitz, me pareció una prolongación ficcional de Eleanor. En cierto sentido, Austerlitz reanudaba la estéril búsqueda de Eleanor y respondía, asimismo, preguntas a las que no alcancé a dar respuesta. Sin embargo, su historia es aún más excepcional que la de Eleanor: tiene la insólita envergadura de la ficción, espejo amplificador, fascinador, de la realidad.

Si Eleanor conocía perfectamente la historia de sus padres y trataba de averiguar la de sus abuelos y bisabuelos, Austerlitz no sabe nada de su pasado más inmediato ni de su identidad real: emigrante checo de niño, hijo de dos víctimas del Holocausto y adoptado por una pareja inglesa. De sí mismo sólo percibe un desconocimiento antinatural, síntoma de un vacío inexplicable pero, de algún modo, palpable:
"Realmente, durante todos los años que pasé en la casa del predicador en Bala [su padre adoptivo], nunca pude desechar la sensación de que se me estaba ocultando algo muy obvio, en sí evidente. A veces era como si tratara de saber la verdad en sueños; otras veces creía que caminaba a mi lado un hermano mellizo invisible, lo contrario de una sombra, por decirlo así. También detrás de las historias bíblicas que me daban a leer en la catequesis desde los seis años sospechaba un sentido que se refería a mí, un sentido que se diferenciaba por completo del que se deducía del escrito cuando recorría las líneas con el dedo índice".
(Como en las parábolas bíblicas, el enigmático malestar de Austerlitz pedía a gritos una interpretación.) Más coincidencias: tanto Eleanor como Austerlitz son Viajeros. Ella viajaba por el mundo; su excusa era su búsqueda de raíces. Él viajaba por Europa; su excusa inicial era su trabajo, aunque la búsqueda de sus raíces terminan sustituyéndola como motor del Viaje, del mismo modo que la República Checa acabaría siendo su nuevo hogar. Tampoco conocemos el desenlace de las pesquisas de Austerlitz: el narrador nos deja con la intriga de si logrará desentrañar todos los interrogantes de su pasado. También la inesperada constatación de que Eleanor podía hablar polaco tiene su equivalente en Austerlitz. Al reencontrarse y hablar con su antigua niñera, Vera, único vínculo humano con su pasado, recupera repentinamente, como por arte de magia, la facultad de hablar checo:
"la propia Vera, involuntariamente como supongo, dijo Austerlitz, había pasado de un idioma [francés] a otro [checo], y yo, que ni en el aeropuerto ni en los archivos del Estado, incluso ni siquiera al aprenderme de memoria la pregunta que, si hubiera dado con la dirección equivocada [de la casa de Vera], sin duda no me habría ayudado mucho, había tenido ni de lejos la idea de haber tenido contacto alguno con el checo, comprendía ahora, como un sordo que, por un milagro, recupera el oído, casi todo lo que decía Vera, y sólo quería cerrar los ojos y seguir escuchando sus polisilábicas palabras apresuradas".
Si yo, patoso narrador desinformado, no estoy del todo seguro del nombre de Eleanor, el joven Austerlitz ni siquiera conocía su auténtico nombre. De hecho, tal descubrimiento suscita el inicio de sus indagaciones. Eleanor empezó su búsqueda por el bien de su familia (aunque quizá esto sólo fuera una excusa para encubrir sus motivos personales); la curiosidad de Austerlitz despierta cuando, estando su padre adoptivo enfermo, el director del colegio le revela su nombre original y le cuenta que sus padres biológicos eran checos, no británicos. Tan sólo a partir de este momento puede empezar a intentar entender la inexplicable desconexión vital que sentía, asumida ya como algo propio y resumida en una frase (también premonitora) que bien podría haber iniciado la novela: "En un momento del pasado, pensé, he cometido un error y ahora estoy en una vida falsa". La sensación de no estar llevando una vida plena, de no comprender lo que sucede dentro de sí mismo y de estar cumpliendo una pena ajena y desconocida lo acompañan desde la infancia. Toda su vida es una huida de sí mismo y de su imposibilidad de encontrar su lugar entre los hombres. ¿Sentía Eleanor el mismo anhelo de cimientos, realmente? ¿O simplemente quería Viajar? En cualquier caso, el vitalismo de Eleanor está en las antípodas de la atonía de Austerlitz:
"Nunca pensé en mi verdadero origen, dijo Austerlitz. Tampoco me había sentido perteneciente a una clase, una profesión o una fe religiosa. Entre artistas e intelectuales me sentía tan mal como en la vida burguesa, y desde hacía mucho tiempo no creía ser ya capaz de entablar una amistad personal. Apenas conocía a alguien, pensaba enseguida que me había acercado demasiado, apenas me prestaba alguien atención comenzaba a retirarme. En realidad, al final me unían a las personas sólo ciertas formas de cortesía, claramente llevadas al extremo y que, como hoy sé, dijo Austerlitz, no se orientaban tanto a la persona que fuera sino a permitirme hacer caso omiso del hecho de que siempre, hasta donde podía recordar, había estado sobre un fondo de innegable desesperación".
Por eso el joven Austerlitz se refugia en los estudios y, de mayor, en su trabajo de historiador de la arquitectura. Pero ¿no habíamos quedado antes en que la ocupación no era lo importante? En el caso de Austerlitz como, en verdad, en casi todos sí lo es. Después de jubilarse como profesor universitario, intenta llevar a cabo un proyecto mastodóntico de historiografía arquitectónica:
"Las diversas ideas que me hice en diversos momentos de ese libro que escribiría iban desde el plan de una obra sistemáticamente descriptiva en varios volúmenes hasta una serie de ensayos sobre temas como la higiene y el saneamiento, la arquitectura de los establecimientos penitenciarios, templos profanos, hidroterapia, jardines zoológicos, salidas y llegadas, luz y sombra, vapor y gas, y otros semejantes".
Como Eleanor y su búsqueda de raíces, las tentativas laborales de Austerlitz fracasan. Y, sin embargo, también obtiene frutos inesperados de ellas. Por un lado, su obsesión por el trabajo le sirve para postergar el doloroso proceso de descubrimiento de su propia identidad. Por el otro, su análisis de la arquitectura europea (librerías, casas, estaciones de trenes, fortalezas, campos de concentración...) es un análisis de la historia europea del siglo XX, estrechamente relacionada con su historia personal: a través de sus observaciones y su vasta erudición, vistiendo a la vez el disfraz de filósofo y el de enciclopedia andante, Austerlitz se aproxima, indirecta y en cierto modo inocuamente, a la comprensión de sí mismo. Sin ninguna duda, sus observaciones, capaces de extraer información de cualquier nimiedad, son de lo mejor de la novela:
"Me cautivaba siempre especialmente en el trabajo fotográfico el momento en que se ve surgir del papel impresionado, por decirlo así de la nada, las sombras de la realidad, exactamente como los recuerdos, dijo Austerlitz, que emergen en nosotros en medio de la noche y se oscurecen rápidamente para el que quiere sujetarlos, como una copia fotográfica que se deja demasiado tiempo en el baño de revelado".
La fotografía es, junto a la conversación y la arquitectura, otra de las grandes aficiones de Austerlitz. Y también de Sebald: el autor jalona la novela, sin capítulos y casi sin párrafos, con fotos. Algunas están estrechamente relacionadas con el texto (la foto de la madre de Austerlitz), otras parecen completarlo oblicuamente; pero siempre tiñen la lectura de un aire melancólico y misterioso: ¿es Austerlitz un personaje real? ¿Existen los personajes de los que se habla? Las fotografías y el anónimo narrador, aparentemente un mero transcriptor de los monólogos de Austerlitz, parecen apuntar a que sí.

Pero supongo que esta duda insoluble, este coqueteo de la ficción con la realidad, le da a la novela un interés especial. Un interés cuya peculiaridad quiere remedar la relación absolutamente personal que, en mi cabeza, he acabado estableciendo entre Austerlitz y Eleanor. Sin querer, pienso en la Viajera norteamericana como en otra habitante de los no-lugares (estaciones de tren, aeropuertos, trenes y autobuses, hoteles...), tan desarraigada como el mismo Austerlitz. No puedo evitar que, en mi memoria, Austerlitz se contagie de la energía y de la curiosidad sin temor de Eleanor. Desde que leí a Eleanor y desde que conocí a Austerlitz, cada vez que ando frente a aquel hostal donde pasé mis primeras dos semanas polacas y conocí a gran cantidad de viajeros, siempre que cruzo una estación de tren o que viajo en autobús, cuando mis ojos se posan otra vez sobre el ejemplar de la novela, al examinar una fotografía envuelta de magia, o incluso si entablo otra repetitiva conversación con un desconocido, estudiante de Erasmus o viajero, tenga una historia interesante o aburrida, me asalta el recuerdo de los inseparables Viajeros, Eleanor y Austerlitz.