lunes, 22 de abril de 2013

Los tres paseos de "El pianista"

Ahora que por fin ha llegado la primavera a Polonia, tanto paseo por el centro de Cracovia o el Vístula hace que uno se acuerde de lo que era pasear por Barcelona. Así que nada mejor que la lectura de El pianista (1985), de Manuel Vázquez Montalbán, recomendada por un amigo que me visitó hace unos días y me notaría poco mediterráneo.

La novela tiene dos ejes: el pianista que titula la obra y la trágica historia contemporánea de España en la que se ambienta. Esta es, pues, una novela histórica, dividida en tres partes o, mejor, tres paseos, enmarcados cada uno en una época distinta. Por cierto, no hay que confundir a este pianista con el de Polanski: el que nos incumbe es de Barcelona y está enredado en la Guerra Civil Española, mientras que el polaco sufre la ocupación nazi en Varsovia. ¿Habrá alguna relación entre los pianistas y las tragedias históricas?

La primera parte de la novela sucede en la Barcelona de los años 80, en plena socialdemocracia. Un grupo de amigos, todos en el umbral de la madurez, desciende por la Rambla rumbo a un local de travestis, en lo que ellos mismos interpretan como "un recorrido a la vez simbólico y rememorativo". Durante toda la noche, el lector asiste a sus conversaciones —pues esta es casi una novela dialogada—, en las que nos enteramos de sus frustraciones profesionales, sociales y políticas, de sus ideologías y de sus mudas ideológicas, de sus conflictos personales, etc., todo bien enraizado en el pasado y con un tono muy irónico, retórico e intelectual, a veces sabiondo.
"—Es curioso. Casi en cada mesa una cara conocida. La generación que está en el poder: de treinta y cinco a cuarenta y cinco años. Los que supieron dejar de ser franquistas a tiempo y los que supieron ser antifranquistas en su justa medida o a su justo tiempo. Si callaran el pianista y las vicetiples cúbicas, podríamos entre todos escenificar veinticinco años de historia de una resistencia estética. [...]
—Al ser estética era ética. El franquismo era fuerte y a la vez grotesco, pequeño, mezquino, asqueroso. Para la clase obrera era otro asunto, la lucha tenía otro sentido. Para nosotros era básicamente una cuestión estética. 
—No mitifiques la lucha de la clase obrera. ¿Cuántos obreros pasotas fueron necesarios para que el franquismo durara cuarenta años?"
Este paseo, desencantado y posmoderno, tiene algo de cortejo fúnebre; los muertos son, claro, los sueños de la generación que vivió y luchó por la Transición. En el local de travestis se encuentran a personajes reales (es decir, famosos: la realidad empieza donde acaba el anonimato) que salpimientan la narración: el entonces ministro Javier Solana o la travesti Bibi Andersen. Sin embargo, los personajes cruciales durante el resto de la novela son ficticios: el viejo pianista que acompaña los espectáculos y un renombrado músico llamado Luis Doria. Al salir del local, el grupo de amigos termina su recorrido yendo hacia el mar, pero el narrador decide seguir hasta su casa al misterioso y viejo pianista, cuya enigmática aura seduce tanto al lector como a Ventura, el más idealista de los amigos. Tras conocer el penoso estado en el que vive el decrépito pianista con una tal Teresa (véase la película Amour), el narrador se sumerge en su pasado para revelarnos cómo hemos llegado hasta aquí.

En la segunda parte, pues, seguimos los pasos de Alberto Rosell, el viejo pianista. Aunque continuamos en Barcelona, el pianista ahora es un joven: estamos en la primavera del franquismo (horrible oxímoron), los años cuarenta. Alberto cuenta a sus nuevos vecinos del Raval su historia, íntimamente relacionada con la historia de España: miliciano del POUM al estallar la Guerra Civil, acabó pasando seis años en la cárcel. El ambiente que se respira en esta Barcelona es tan claustrofóbico como el de La plaça del Diamant, de Mercè Rodoreda, o el de Nada, de Carmen Laforet. Es una Barcelona-armario: cerrada, rancia, sin ventilar, tan asfixiante que los protagonistas emprenden un —esta vez, tácitamente simbólico— paseo por los terrados del barrio. Si los personajes de la primera parte estaban de vuelta de todo, habían perdido la ilusión al no conseguir la España con la que habían soñado, en este momento histórico es demasiado pronto como para soñar con un futuro colectivo mejor; así que los personajes parecen conformarse con pequeñas ilusiones individuales. Aunque las vidas de todos ellos están condicionadas por el contexto histórico, aunque este asoma en cada instante de sus vidas, aquí la narración se vuelve más microscópica, casi naturalista, atenta a las miserias cotidianas de las personas. Uno de los personajes defiende la necesidad de esta mirada intrahistórica:
"Me gustaría saber escribir como Vargas Vila o Fernández Flórez o Blasco Ibáñez para contar todo esto, porque nadie lo contará nunca y esta gente se morirá cuando se muera, no sé si usted lo habrá pensado alguna vez. Saber expresarse, saber poner por escrito lo que uno piensa y siente es como poder enviar mensajes de náufrago dentro de una botella a la posteridad. Cada barrio debería tener un poeta y un cronista, al menos, para que dentro de muchos años, en unos museos especiales, las gentes pudieran revivir por medio de la memoria."
Otro personaje quiere ser boxeador, y, sin ir más lejos, el motivo por el que empiezan el paseo por los tejados es encontrar un piano para que Alberto Rosell, el pianista y exconvicto recién llegado al barrio, pueda volver a tocar. Sólo al final de esta parte resurge, mientras Alberto toca el piano, el recuerdo del famoso Luis Doria, instantes antes de que reaparezca en carne y hueso la susodicha Teresa. Al reencontrarse con su vocación, Alberto reencuentra su pasado.

Así que a la tercera parte le pertoca desentrañar la relación entre Alberto Rosell, Luis Doria y Teresa. En un nuevo salto en el espacio y el tiempo, nos encontramos en el París de 1936, poco antes del estallido de la Guerra Civil Española, rebosando vanguardia y tensión política. Alberto Rosell es un joven provinciano catalán que acaba de llegar a la ciudad para alimentarse culturalmente e intentar exhibir su talento musical. Sin embargo, su amigo Luis Doria, sediento de fama a cualquier precio, lo estorba, intentando imponerle su visión del mundo, del arte y de la ciudad. Sólo en esta parte se nos revela el auténtico tema del libro: el papel del arte y del artista en la sociedad, cuyos dos extremos encarnan Luis Doria y Alberto Rosell.

Luis Doria confiere al arte y al intelecto tal superioridad (ontológica) que no le permiten inmiscuirse en la realidad y la historia. Además, no sólo está dispuesto a todo para obtener éxito, sino que es absolutamente consciente de la importancia que tiene la imagen pública en un artista (la realidad empieza donde acaba el anonimato). Es un carismático triunfador-a-toda-costa nato, que suscribiría las palabras de Peter Gallagher en American Beauty: "In order to be successful, one must project an image of success at all times". Hablando de Teresa, su amante durante esta época, su obsesión por el control de la imagen se desvela:
"Lo más importante que [Teresa] ha hecho en su vida, que hará  en su vida, será haberse acostado con Luis Doria. Pero tampoco te puedes fiar del todo de estas personas aparentemente opacas porque el día menos pensado va y escribe unas memorias y te falsifican el retrato para la posteridad, mienten o dicen verdades insuficientes captadas por mentes insuficientes. Me aterra sólo pensarlo. Me aterra no controlar mi imagen para la eternidad."
Alberto Rosell, en cambio, representa al artista comprometido por igual con el arte y la vida; dice: "me interesa esa apertura a una música comunicacional que sirva de soporte a ideas de crítica y de cambio, sin perder rigor musical, incluso sin abandonar la exigencia de la novedad específicamente musical". También en Bilbao-New York-Bilbao (2008) encontramos el enfrentamiento entre dos posturas similares. En esta novela, Kirmen Uribe recuerda cómo el gobierno de la República encargó a Aurelio Arteta que pintara un cuadro sobre el bombardeo de Gernika; temiendo por su vida, declinó la oferta, que acabaría recayendo en manos de Pablo Picasso, quien no la rechazaría:
"Pintar el cuadro sobre Gernika hubiera supuesto un salto definitivo en la carrera de Arteta, pero no lo aceptó. Antes que el arte, eligió su vida. Prefirió reunirse con su familia a ser recordado para la posteridad. (...) ésas son las encrucijadas a las que se enfrenta el artista. La vida personal o la creación. Arteta eligió la primera opción; Picasso, en cambio, la segunda."
Además, El pianista muestra cómo en momentos de crisis no hay lugar para medias tintas: al final de la novela, con el comienzo de la Guerra Civil, Alberto debe decidir si se queda en París a triunfar o si regresa a Barcelona para luchar. La cuestión ya no es elegir entre el arte por el arte o el arte comprometido, sino escoger entre el arte o la vida, involucrarse o no involucrarse (el dilema de Pereira, en Sostiene Pereira, de Antonio Tabucchi). Lo que en las dos partes anteriores era un paseo —hacia al mar o en busca de un piano— se convierte en un retorno prematuro al hogar, que trunca su formación parisina y lo encadena al futuro que les espera a los que perderán la guerra.