miércoles, 26 de junio de 2013

El señor de las moscas

"Vosotras, las familiares,
inevitables golosas,
vosotras, moscas vulgares,
me evocáis todas las cosas."
Antonio Machado, "Las moscas".


En una entrada pasada decidí que, como buen artista en ciernes, tenía que buscarme un objeto particular para exprimir en mi arte —esto es, aquí—. La repetición de este motivo caracterizaría mi obra, haciéndola reconocible al instante. Además, cuando me fallara la imaginación, siempre podría volver a él, para explotar mi sello personal hasta hartar al personal. Se me olvidaba decir que también serviría para expresar algo: mis inquietudes, mi personalidad, mi angustia, el dolor inherente a la existencia o qué sé yo, ya se verá. En resumen, era una decisión a la vez artística y publicitaria: expresar, exprimir, explotar, en este orden o en el que sea.

Es el caso de los relojes de queso fundido de Salvador Dalí. O la luna, el agua, los cuchillos y los gitanos en Federico García Lorca (o al menos eso nos contaban en el instituto). Claude Monet tenía sus nenúfares; Witold Gombrowicz, los dedos acusadores y las máscaras, y Woody Allen a los neuróticos. La nariz y otras protuberancias en François Rabelais y Laurence Sterne, los arrojados toreros en Ernest Hemingway, los pecadores en Dante. Etcétera.

¿Qué podía elegir yo? Miré por la ventana y, pues, por ejemplo, la nieve, que todo lo invadía; tampoco había muchas más opciones a mano. En verdad no es lo más original del mundo, pero tiene una riqueza de significados que nada debería de envidiar a los motivos de los demás.

No obstante, si repasas las últimas publicaciones, si buscas la palabra nieve en el blog, verás que sólo aparece en una entrada, la aludida e hipervinculada "Foto en blanco". Un buen asistente de marketing diría que he de mejorar la imagen de mi marca, darle vueltas a la nieve como objeto artístico, concentrarme en ella para que el lector-espectador pueda asociarnos fácilmente. Que lo sepa todo el mundo: yo soy la nieve, igual que Lorca es la luna, Petrarca es Laura y Dante es Beatriz —o al revés, nunca me acuerdo—, Rabelais las narices, Lacoste el cocodrilo, la manzana Apple, la esvástica el nazismo, la hoz y el martillo el comunismo, etc.

Pero es más fácil escribir una poética que aplicarla. Sobre todo si cuando miras por la ventana resulta que el verano ya ha llegado y que en Cracovia las temperaturas superan los 35ºC y el sol brilla. ¿Qué ha sido de mi querida nieve? ¿En qué he malgastado mi preciado tiempo de artista? ¿Por qué no habré hecho los deberes? ¿Y qué será ahora de mi carrera artística sin un motivo distintivo? ¡Horror...!

Sin embargo, pensándolo mejor, no sólo los nenúfares y las amapolas de Monet no pudieron ser explotados en todas las estaciones, sino que todo paisajista ha de currar también en otoño, invierno y primavera. El bueno de Claude fue así de pragmático: durante el verano pinto nenúfares y el resto del año, por ejemplo, catedrales y bailarinas. Así que ¿por qué no tener varios motivos con los que trabajar? Sólo necesito uno nuevo, uno que complemente a la caducifolia nieve.

Las soluciones que andan muy lejos no son soluciones: miro de nuevo por la ventana. Calor asfixiante, cielo despejado, viento ardiente y casi inmóvil, árboles estallando en verde, gente paseando con ropa veraniega... La tentación de ser el artista de lo meteorológico es fuerte. ¿Podría ser yo el bardo climático? ¿Dedicarme a cantar las inflexiones temporales? El cielo ennegrecido será el presagio infausto; el día soleado, la felicidad; la lluvia, la depresión; la tormenta, la pasión, etc. Además, la nieve ya es parte de mi repertorio...

Pero ¿qué pasa con la originalidad? ¿Acaso no son todos los artistas asimismo meteorólogos? Pintar, describir o fotografiar un paisaje es hacer el p-arte meteorológico. Supongo que todos han hecho lo mismo: mirar por la ventana y, ¡ale, qué originales!, manos a la obra.

Así que aplicamos de nuevo la fórmula (recién inventada y que, dicho sea de paso, probablemente sólo enmascare la tradicional pereza): una solución no puede andar muy lejos si queremos que sea solución. Esta vez ni tan sólo miramos afuera, sino adentro. Pero no demasiado, no hacia el yo —para qué acercarse o alejarse: el yo es omnipresente—, sino entre él y las gruesas paredes que nos separan del mundo. Nuestra habitación —repito: sinécdoque del yo— es un microclima: humedad y un fresco que contrasta con el tórrido exterior, ropa tendida que nunca se seca y un edredón cubriendo la cama —información que te sorprendería, lector, si no estuvieras al tanto del enclave climático donde nos hallamos—, cuatro libros de texto para enseñar español, mi portátil, etc. Y entre todo este leve desorden está, casi se me olvida, nuestra solución.

Decenas de soluciones revolotean cada día como locas por la habitación, desde que el verano les ha dado permiso. Cuanto más gordas, primas inocuas del tábano, más ruidosas, tontas y molestas; cuanto más pequeñas, más escurridizas, inalcanzables como un deseo pero inseparables como una sombra. Sus vidas son breves, pero se las arreglan para que su zumbido sea cada año la auténtica canción del verano. Su omnipresencia, sus omnipresencias, rivalizan con la nuestra y con la de Dios.

Igual que la nieve, este motivo artístico no es el más original; de hecho, el imaginario occidental, por sus alas y su color negro, o por sus gustos algo escatológicos, o por esa manía tan suya de transmitir enfermedades, las vincula al demonio, la muerte o el mal agüero. Pero ¿qué sabemos en realidad nosotros de ellas?

No sé nada de vosotras. Sólo que voláis alborotadamente alrededor de la lámpara que preside e ilumina mi cuarto, como si fuera el astro en derredor del cual gravitáis. Y que a menudo nos concedéis el placer de ser vuestro objeto de acoso. En todas las habitaciones de la ciudad se repite el mismo cuadro, la misma escena casi ritual. A cada segundo que pasa, uno de nosotros tiene la suerte de llamar vuestra atención. Desde ahora seréis mi objeto artístico, esta es mi pequeña venganza u homenaje. Sois mi más enigmática compañía; sois inútiles, mudas y repetitivas como pedruscos. Sois más antiguas que nosotros y, sin embargo, seguís siendo un acertijo cuya resolución no nos importa. Sólo nos interesa de vosotras vuestra ausencia. No queremos entenderos sino eliminaros. Embestís unas contra otras, no sé si por diversión o aversión. ¿Es posible que sintáis unas por las otras la misma repulsa, el mismo asco, que a nosotros nos provocáis? Ni lo sabemos ni nos importa. Sólo nos interesáis, repito, como carencia.

En todo caso, no hace falta ser un genio para darse cuenta de que sois el motivo idóneo de mi arte. A vosotras y a la nieve consagraré mi obra; vosotras conformaréis mi sello personal. Como la nieve, en raras ocasiones suscitáis interés. Por eso suscitáis mi interés. Os fotografiaré, pintaré o describiré hasta que consiga revelar vuestros porqués desconocidos. Y si no sirve, no lo dudéis, os torturaré. La humanidad ha dedicado muchos recursos a destruiros o ahuyentaros. Probaré en vosotras la efectividad de cada uno de sus inventos: vaciaré aerosoles, blandiré matamoscas. Preguntaré a Google cuáles son los métodos más extravagantes y todos los sufriréis. Colgaré de vuestra preciada lámpara una cinta adhesiva donde os quedaréis pegadas y agonizaréis en masa, formando una necrópolis díptera. Experimentaré un ignoto placer al oír vuestros agonizantes zumbidos. Cuando logre abatir a una de vosotras, bailaré jubilosamente alrededor de su cadáver. Hasta que, malditas moscas, me reveléis vuestros secretos u os extingáis.

martes, 18 de junio de 2013

Dos adioses

La entrada anterior tenía dos finalidades: la primera, informar al lector sobre mi trabajo como profesor de español. La segunda era mucho más noble y vanidosa, quizá incluso la única finalidad auténtica: entretener al lector, y, puestos a pedir, hacerte reír, llorar o —¡menudo disparate!— reflexionar.

Uno siempre dudará —debe dudar— de la efectividad de la segunda meta. Si esto entretiene o no sirve para nada no lo sé; la última palabra y, de hecho, la única, la tienes tú. En cuanto al primer objetivo, transmitir información, se me puede echar en cara que obviara muchas cosas: cuándo empecé a trabajar, cuántos alumnos tengo, mi opinión sobre el trabajo, mis sensaciones al estar frente a una clase, etc. Pero yo no he venido aquí a informar. Bueno, me corrijo: la información está supeditada al efecto que pueda causar. ¿Para qué voy a contarte algo aburrido? ¿Qué te importan a ti los pormenores de mi existencia, si no merece la pena leerlos, sea por el motivo que sea? Si hay algo insoportable es que te hagan perder el tiempo.

(Qué bien me vendo, ¿no?)

Así pues, para la entrada de hoy he de subministrarte algo más de información. En primer lugar, debes saber que empecé a trabajar hace cuatro meses, en febrero, y no hace un par de semanas, es decir, cuando publiqué la anterior entrada. Así no te extrañará que me despida tan rápido de mis alumnos. No quiero que pienses que se trata de adioses repentinos, sino naturales, maduros. En segundo lugar, necesitas saber que daba clase a un grupo de polacos y a tres alumnos individuales. Ayer me despedí del grupo (de nivel inicial o A1) y el viernes pasado me despedí de una de las alumnas individuales (también A1). Aún quedarán, pues, dos despedidas.


1. Adiós grupal

Una compañera de trabajo me sugirió hace unos días que preparara algo especial para la última clase, a la vez sencillo y edificante. ¡Una tortilla de patatas!, pensé; así la clase sería, además de postrera, cultural y culinaria. La idea no me pareció mal, pues es importante dejar un buen sabor de boca, sobre todo si aspiro a que me contraten para el próximo curso. Sin embargo, me pasé toda la mañana de ayer estudiando (los Erasmus también tenemos exámenes) y preparando aquella y otra clase. Así que me presenté con una clase normal y corriente; es decir, sin tortilla.

Cuando la clase terminó, me arrepentí de no haberla preparado (la tortilla, digo; de no haber preparado la clase me había arrepentido otras veces). Una de las alumnas, llamémosla O, se levantó y dijo:

—Oye, profesor, no tenemos chocolate para tú, pero J tiene unas palabras para tú de la clase.

Lo del chocolate lo dijo porque hace cosa de un mes les preparé un juego, con unos dulces de chocolate polacos como recompensa. Los alumnos tienen entre 20 y 30 años, pero ¿a quién no le gusta jugar, o el chocolate? Por lo que hace a J, es el alumno modelo, algo empollón sin llegar a ser pelota, de la clase. Como siempre se burlan un poco de él, por pura envidia, pensé que esto era otra bromita. Pero J también se levantó y dijo las palabras:

—Muchas gracias de toda la clase, profesor. Aprendemos mucho de tú y hasta luego año.

Aunque en principio no presté mucha atención a lo que dijo, porque pensé que no iba en serio, las palabras se me grabaron irremediablemente. No sé si lo dijeron sinceramente o nada más que para animar al profesor primerizo, pero me lo creí todo: nunca unos errores me habían emocionado tanto.

Mientras les escribía en la pizarra "hasta el año que viene" y les decía: ¿recordáis el verbo venir?, pensaba: errores aparte, ¿habrán aprendido algo de verdad?

Sin duda no he sido el profesor más exigente del mundo, ni de lejos el mejor, pero al menos se lo han pasado bien. Aunque sólo sea disfrutando poniéndome contra las cuerdas con preguntas envenenadas (como "¿por qué no se puede decir 'me gustamos'?" o "por qué se dice '¿qué es esto?' en vez de '¿qué es este?") y viéndome luego en apuros lingüísticos, sudando y jadeando mentalmente para hallar una respuesta más allá de "porque sí". Incluso a las personalidades menos sádicas les divierte ver a un profesor que se tambalea.

Pero cuando a la salida me decían "adiós", "hasta luego" o el nuevo "hasta el año que viene", no dudé de que, al menos, sabían despedirse. Espero que no se les olvide cómo saludar.


2. Adiós amiga

La segunda estudiante despedida, cuando acababan las clases, me solía soltar: "¡adiós amigo!" Y se iba tan tranquila. Un día le intenté explicar que era un poco extraño despedirse de este modo de alguien. Aunque aquel día me dijo "adiós profesor", a la semana siguiente volvió a su habitual "adiós amigo". No sé si porque le sonaba mejor o porque no me había entendido, si por mera extravagancia o por pura vagancia (digamos que no era precisamente una gran estudiante).

No volví a sugerirle otra forma más adecuada de despedida. Sí la corregí, en cambio, cuando me preguntó, de repente y sin hacer al caso:

—¿Es verdad que los españoles sois tan fogosos y apasionados que no sois capaces de tener solamente una amante a la vez?

—¿Cómo? ¿Quién te ha dicho eso?

—Es lo que se dice por ahí.

—Cuánto daño ha hecho el mito de Don Juan...

—¿Qué?

—Nada, que con una nos sobra y nos basta, como a todos.

El último día de clase, una hora antes de empezar, recibí un SMS de esta alumna:

"Hola. I have an exam today and I need to study. I am not going to the class. ¡Adiós amigo!"

Le propuse recuperar la clase otro día, pero me volvió a responder:

"No, I don't want. Last week was our last class. ¿Vale? I'm already advanced in Spanish!"

"¡Adiós amiga!"