jueves, 25 de diciembre de 2014

Muros y banderas

—Oye, ¿por qué no me has puesto un punto en esta viñeta? ¡Sólo tengo 0.75! Y está todo perfecto. ¡Mira!

Miro: el dibujo está hecho deprisa y corriendo; el texto está bien, pero hay algún error de escritura; por esto en esta viñeta no tiene un punto entero. Tiene un 4 de nota total, que en el sistema polaco equivale más o menos a un 8 en el español. Miro al alumno: Marcin (márchin). Peinado undercut, sonrisa burlona, camiseta de Minecraft asomando por una camisa de cuadros rojos, carmesí y negros, pantalones bombachos mostaza. Quince años recién cumplidos, último curso del gimnazjum o tercero de la ESO polaca.

—Marcin, tienes un 4, esta nota está muy bien.

—¿Un 4 muy bien? —Marcin reacciona al instante, elástico muelle adolescente—. Mi padre dice que un 4 está muy bien si quieres trabajar en MediaMarkt, en McDonalds o en otros lugares con eme de mediocre. Si quieres tener tu propio negocio o ser abogado o presidente, necesitas un 5.

Antes de contestarle, calculo si dándole 0.25 puntos extra le cambiaría en algo la nota definitiva. Evalúo si merece la pena la batalla.

—Marcin, fíjate bien. Aunque sume o reste 0.25 puntos, tu nota no cambiará. Seguirás con un mediocre 4.

El muelle Marcin no se mueve. Duda. Calcula. Mientras tanto, repaso de nuevo sus deberes. Tenían que hacer un cómic de la leyenda del suspiro del moro en cuatro viñetas. Por ejemplo, primera viñeta: la España de la última Reconquista; segunda viñeta: una panorámica de la Granada mora; tercera: el rey Boabdil negociando con los Reyes Católicos; última: Boabdil contemplando la Alhambra, llorando, suspirando, huyendo, y su madre soltándole la famosa frase. Marcin me mira y habla lentamente.

—Pero, señor profesor, usted siempre dice que las notas no son importantes. 

—Claro —respondo yo, muelle aún inoxidado—: lo importante es aprender.

Dejo de mirar a Marcin y miro a mi alrededor. El resto de estudiantes está charlando entre sí. Algunos cuelgan su cómic de la leyenda del suspiro del moro en las paredes de la clase, como les he pedido que hagan. Otros descansan o desayunan a escondidas. Uno de ellos mira absorto por el tragaluz. ¿Qué demonios debe de estar curioseando tan ensimismado por aquella diminuta ventana? Estamos en la peor clase del instituto: un lúgubre sótano de unos 15m2 cuyo tragaluz da a un patio de luces medio abandonado: sin chicas que espiar, ni perros ni gatos callejeros, ni vecinos ni nadie, tampoco hay vegetación, ni siquiera ropa tendida, apenas ventanas, probablemente se verá una rendija de cielo minúscula, segmentada por los barrotes que impiden la escapada de alumnos y profesores, aunque el clima cracoviano no le permitirá al chaval contemplar un fragmento del cielo azul o del sol. Pero el interior del aula no es mejor. El techo bajo y asfixiante, las baldosas cochambrosas de bar, la maltratada pizarra coronada por un crucifijo (sic) y el escudo polaco, las mesas y sillas presidiarias, el olor a tiza y humedad. El aroma de la humedad se condensa en varias manchas en las paredes, los sobacos de la clase. Las manchas que han aparecido recientemente las estamos tapando con los tebeos del suspiro del moro. Las del curso pasado las cubrieron con una bandera de España y un póster de una chica bailando sevillanas. En la clase de español, la marca España oculta —como Dios manda— otras marcas indeseables.

La primera vez que entré en aquella clase sentí un escalofrío atávico. No por los alumnos. Tampoco por ser un aula pequeña, oscura y sucia, un zulo. Ni por las manchas de humedad, ni por la ventana carcelaria. Y el escudo polaco, con su imponente águila blanca, tampoco es muy chocante. A menos, claro, que se combine con una bandera española y un crucifijo. Sólo faltaban el retrato del Caudillo y el de Primo de Rivera y una imagen de la Virgen, para confirmar que había realizado un viaje en el tiempo. Me saqué un selfie en la clase para subirlo a Facebook: admirad mi fotografía sin editar, un desplazamiento físico puede devenir un viaje a las regiones más sobacales de nuestra historia. Incluso ideé el comentario idóneo: "¿Quién sabe dónde está el primer parque temático franquista? Una pista: no es el Valle de los Caídos". Pero cuando vi de nuevo la foto en Facebook me asusté, reflexioné y decidí borrarla sin compartirla. No sería el primer lío de banderas y redes sociales en el que me metía en mi estancia en Polonia.


* * *

Unos meses antes de empezar en el instituto, ya estaba trabajando en una academia de "lengua española y cultura hispanoamericana". Un sábado, hicimos una presentación de la cultura española para estudiantes y curiosos: comida, fútbol, siesta, tradiciones, tópicos y poco más. Al acabar, la directora nos pidió a los cinco profesores españoles que nos sacáramos una foto. Detrás de nosotros habría una bandera española presidiendo la imagen. Y cada uno aparecería posando con un objeto español de los que había por la escuela: un molino de viento, un toro, un abanico, un retrato de Cervantes. Pero, ay, sólo teníamos cuatro objetos. Alguien propuso que uno de nosotros posara con un libro en o de español, había muchos en la escuela. Los que estábamos allí, incluidos los españoles, soltamos una carcajada espontánea. De repente, un estudiante polaco apareció con una bandera.

—El catalán con la bandera de Cataluña, ¿no? —me dijo, ofreciéndomela.

—Pero ¿sabes que esto no es exactamente una bandera de Cataluña? —le contesté—. Esto es una estelada, no una señera.

Le expliqué la diferencia, pero no me entendió. Las palabras no oficial e independentismo no significaban mucho para él. Le dije que yo no soy independentista ni catalanista, pero aún soy menos antiindependentista y españolista; en fin, que no me gustan las banderas ni los nacionalismos.

—Claro, claro. Pero el catalán con la bandera de Cataluña —sentenció.

A mis compañeros de trabajo, que sí sabían diferenciar entre las banderas, no les pareció mala idea. Ninguno de ellos era independentista, pero tampoco lo contrario. Además, como yo, debían de estar ya un poco hartos de aquel show. Podría haber encontrado otros objetos españoles más españoles que aquel; seguro que corría por allí alguna botella de vino vacía o una camiseta de La Roja. Podría haberla doblado y convertirla en una simple y menos controvertida señera. Pero, por algún motivo tan misterioso como la aparición de aquella bandera, decidí salir en la foto con ella, es decir, con la estelada; el resto de mis compañeros llevaba cada uno su objeto, y la rojigualda se erguía a nuestras espaldas. Vi de pasada la fotografía en la pantalla de la cámara y me recordó el genial oxímoron que Albert Pla llevaba en un programa de Buenafuente: una camiseta del Barça bordada con un escudo del Real Madrid. Luego, la directora siguió sacando fotos de los profesores y los alumnos, todos muy felices y sonrientes, pasándolo en grande entre sevillanas, charanga, paella, sangría, toros, siesta, fútbol y panderetas. La fiesta de la marca España.


Al salir de allí, me olvidé completamente de España, de su marca y de la fotografía: era, por fin, fin de semana. El lunes por la tarde, al entrar en la sala de profesores, uno de mis compañeros me mostró una foto de Facebook: los cinco profesores con sus objetos españoles, la bandera española de fondo, la estelada sujetada por mí. La directora había compartido en la página de Facebook del centro las fotos del evento. Había otra donde un compañero de trabajo cartaginés llevaba en sus hombros la estelada y yo, a su lado, cargaba u ondeaba la rojigualda; pero no tenía comentarios, apenas un triste par de likes. Sólo una tenía comentarios. Veinticinco.
"Vergonzoso que se haga apología del independentismo en una escuela de español". 
"Ataque gratuito a los españoles. Ni en Cracovia nos dejan tranquilos". 
"¿Pero alguien ha asistido a la presentación? ¡En ningún momento se habló del independentismo! Casi no dijeron nada de Cataluña...".  
"Auténtica comida de tarro polaca.  Son una plaga".
"El independentismo catalán es tan español como el Quijote y el queso manchego, ignorantes".
"Los catalufos deforman la historia y la realidad en Cataluña y en Cracovia. Es muy fuerte".
"Quien no vea que el tipo independentista quiere dar la nota, provocar, es tan gilipollas como él. Yo, por respeto y sentido común, no iría a una manifestación independentista con banderas de España".
"Pues a mí me ofende la bandera española y no digo nada". 
 "Y a todo esto... ¿nadie se ha dado cuenta de que han colgado la bandera española VERTICALMENTE? ¡Herejes! ¡Antipatriotas! ¡Quintacolumnistas!"
"Aparte de las banderas y los tontos independentistas que las izan para ligar con polacas, me encanta la hipocresía del nacionalismo catalán. Derecho a decidir, sí, pero ¡o decidimos todos o la puta al río!".
Etcétera, etcétera. Los que hablaban no eran polacos, sino españoles. Fue entonces cuando me percaté de la alarmante cantidad de españoles —y algunos catalanes— que había en aquella ciudad. (¿Habría también un gueto catalán separado, o no, del gueto español?) Lo único raro era la guerra de comentarios que se había desatado entre ellos: la comunidad española cracoviana es una familia grande, un pueblo pequeño, así que se debían de conocer todos entre ellos. ¿Cómo era posible que se atacaran con tanta impunidad? ¿Cómo aguantar en el bar al que te ha llamado gilipollas online? Porque yo no era precisamente el único que recibía puñaladas en aquellos comentarios, al contrario: del tonto de la estelada apenas se decía nada. Tampoco me cuadraba que hubieran encontrado la foto tan rápido. ¿Habrían asistido a aquella presentación? ¿Qué se les había perdido en un evento para estudiantes polacos? ¿O habrían trabajado en aquella academia de idiomas? ¿Tendrían a algún conocido estudiando o dando clases? Pero cuando vi el like de un amigo mío de Barcelona me acordé de que Facebook acelera la realidad: bastaba con que alguno de los profesores o estudiantes hubiera sido etiquetado, o que le hubiera gustado la foto o la hubiera comentado o compartido, y que un amigo, o amigo de un amigo, hiciera lo mismo, para que se extendiera a una velocidad alarmante. Propagación viral transfronteriza. Pero aquel nunca llegó a ser un virus muy contagioso. Nadie se interesó demasiado por la foto de la discordia.

Al ver en Facebook la bandera española junto a la estelada, me percaté de lo que había pasado por mi cabeza antes de sacarme la foto, es decir, qué lógica me había empujado a hacerlo: las banderas no representan nada para mí, son sólo telas coloreadas, así que puedo hacer lo que quiera con ellas. Si algo no tiene significado, no puede afectarme, ergo puedo ignorarlo completamente. Cuando le expliqué al que trajo la bandera lo que significaban, le estaba diciendo lo que significaban para los demás. En mi cara sonriente se podía adivinar aquella lógica aplastantemente inocente. Tan lógica como creer que hay un elefante rosa en la habitación por la sencilla razón de que nos gustan los elefantes rosas. Como creer en Dios porque nos desagrada que no haya Dios. Mi mueca era una burbuja aislante. Pero cuando me vi en la pantalla me di cuenta de mi error. Que me gustara que las banderas no fueran más que trapos no significa que lo sean. No podía atribuirles un significado diferente —o la falta de este— sabiendo que el mundo ya había definido aquel significante. Pero era sábado por la tarde, estaba cansado, quería irme a casa, nadie me dijo que la colgarían en Facebook, no pensé que la fueran a ver otros españoles que los allí presentes: tenía muchas excusas. El resultado de mi ignorancia era aquella divertida anécdota.

Pensé en pedirle explicaciones a la directora, pero nadie me había obligado a aparecer con mi peculiar objeto español; exigirle que la borrara sería reconocer mi error. Me lo tomé, pues, a broma e intenté ignorar el asunto. Si me pude sentir mal era por no haber previsto que aquello sucedería. Además, me había creado una fama de alborotador que yo no tenía, aunque me merecía el equívoco. Los otros profesores, por solidaridad, sugirieron sacarse todos fotos con diversas combinaciones de banderas —autonómicas, estatales, oficiales y no, nacionales, internacionales y todo cuanto surgiera— y colgarlas en Facebook. Aquella orgía de banderas desactivaría la polémica generando más polémica, o al menos disgregaría el centro de atención. En realidad, se trataba de actuar con la misma inocencia que yo había demostrado para perdonar mi ignorancia o estupidez. El cartaginés trajo la bandera roja del Cantón de Cartagena de 1873-1874, dispuesto a plantarles cara. Llegó a la sala de profesores y clavó el asta en el cubo de la basura como quien declara una guerra. Durante aquella semana, aparecieron una bandera negra y otra blanca, una riojana, una independentista canaria, una polaca, una ikurriña, una de Castilla-La Mancha, una estreleira, una rojinegra de la CNT, una franquista con el escudo del águila e incluso una de Kosovo. Surgieron de la nada, de repente, como la estelada. Aunque la terapia de choque de las banderas podría haber funcionado, preferimos no causar más controversia: la controversia llega, ya se sabe, sola. Me conformé con ver aquel esperpéntico collage solidario en la sala de profesores.

Mientras, en Facebook, una tal Alicia Maraví era quien más caña nos metía a mí, a la academia, a los profesores, a los catalanes, a los independentistas, a los masones, etc. Era un fake, un perfil creado un par de días antes para poder soltar mierda impunemente sobre la fotografía. En la foto de su muro aparecían unos supuestos independentistas encapuchados quemando una bandera española, acompañados de una frase demagógica cualquiera. Pero enseguida la cambió: se puso como foto del perfil nuestra imagen, pero retocada con Paint. Nuestros rostros aparecían tapados con unos rectángulos blancos. Como si nuestras caras fueran manchas de humedad sobacal que hay que esconder para evitar que contagien al que mira. Peor aún, parecíamos unos auténticos terroristas. Sin mi sonrisa inocente, yo semejaba un sádico extremista. Sin embargo, lo más curioso era que, al mirar la fotografía, lo último en lo que uno se fijaba era en las banderas. Aquellos cuadros blancos no sólo cubrían nuestros rostros, también escondían la supuesta ofensa de las banderas. El espectador ya no se preguntaba por qué alguien sujetaba una estelada habiendo detrás una rojigualda. Las banderas quedaban desteñidas y en segundo plano, eran parte del decorado terrorista; lo relevante eran ahora las caras escondidas y el terror sin mensaje que querían transmitir. El espectador, pues, se decía: ¿a quién habían secuestrado aquellos cinco fanáticos? ¿Y cuánto pedían por el rescate? ¿Dónde habían puesto la bomba? ¿Qué fundamentalismo predicaban? ¿Qué tipo de educación habían recibido? ¿Qué traumas habían arruinado sus infancias? ¿Cuánta sangre inocente habían derramado ya?


Pero el momento cumbre llegó durante el fin de semana. Alicia Maraví escribió el siguiente mensaje:
"Todos sabíamos ya que la propaganda independentista había cruzado las fronteras nacionales e internacionales. Pero boicotear un acto español con publicidad independentista supera todos los límites de la geografía moral. No importa que sea una academia de idiomas, como algunos alegáis: la lengua española también está preñada de nuestros valores. Tampoco es excusa que sea un centro privado y de otro país: los vituperios siempre acaban alcanzando su diana. Y, aunque no haga blanco, toda afrenta debe ser castigada de raíz: la abyecta intención es lo que hay que sancionar, amputar si es necesario. No podemos permitirles ni el más leve de los ataques. Hoy ondearán sus sucios trapos en Polonia, mañana en Bruselas y pasado en Madrid. La próxima semana lograrán sembrar la semilla de la disidencia en los inmaculados surcos de nuestra tierra patria, labrados con nuestro sudor y esfuerzo. ¡Que se planten sus simientes en sus hendiduras traseras! Sin duda, merecen recibir su medicina. 
Propongo, por tanto, boicotear a los boicoteadores. Que prueben sus sucias tretas. El próximo sábado, esta infame academia de idiomas celebra otro evento relacionado con España. Dicen que ofrecerán clases de conversación en español. ¿Podéis creerlo? Yo no. Está claro que esta vez los pobres alumnos tendrán que hablar de la independencia, de Cataluña, de la estelada, de la señera, de las sardanas, del clan Pujol, qué sé yo. El primer paso ha sido lavarles el cerebro con una imagen; ahora, con palabras. 
¿Qué podemos hacer nosotros? Asistir al evento, interrumpir su adoctrinamiento e iluminarlos con la verdad. Presentarles lo que es el problema catalán para que ellos mismos descubran que les estaban lavando el cerebro. No hay mejor antídoto que la verdad, compañeros. Les leeremos mi «Manifiesto Maraví» y se van a cagar".
Efectivamente, el sábado siguiente teníamos un evento para conversar sobre España. Los profesores les expondríamos un tema a los alumnos y tendrían que hablar de él. El independentismo, Cataluña, el catalán y las banderas no eran, por supuesto, asuntos de los que fuéramos a platicar. Pero eso a Alicia no le importaba mucho.

Durante los días anteriores al acto para conversar, rodeados de nuestras banderas, los profesores fantaseamos un poco con la llegada de Maraví y sus salvadores de la verdad. Imaginamos a unos encapuchados violentos, similares a nosotros en la foto editada por Alicia, entrando en la escuela y gritando: ¡todo el mundo al suelo! Todos obedeceríamos porque llevarían armas de fuego y una bandera española. Con los confusos estudiantes polacos y los profesores tumbados, Maraví leería su manifiesto. Por supuesto, ningún polaco entendería nada, quizá ni siquiera los profesores latinoamericanos. La restauración de la verdad de Maraví no está al alcance de todos. También planeamos hacer un pequeño debate sobre lo acontecido con la foto de Facebook, para que los estudiantes pudieran opinar y decir la suya. Así, cuando llegaran los boicoteadores se podrían unir a la conversación. Pero pronto vimos que necesitaban demasiada información y dominio de la lengua y la cultura para entenderlo; muchos ni siquiera habrían leído los comentarios de la red social. Además, le faltaba el ingrediente esencial para que un tema de debate triunfe: que le interese al alumnado. Nuestras batallitas con Alicia Maraví no le importaban a nadie. Su restauración de la verdad sólo le concernía a ella y a nosotros.

El día del evento llegó. Antes de empezar a hablar del tema principal, explicamos lo que había pasado realmente: cómo una foto sin mala intención —aunque la estupidez es peor que la maldad— había generado tanta polémica. Nadie sabía de lo que estábamos hablando; pocos nos entendieron. Así que comenzamos a conversar sobre cómo sobrevivir en la España de la crisis económica. La mayoría de ellos tuvo algo que decir, claro: los polacos entienden mucho de crisis. Aunque al principio estuvimos pendientes de la llegada de los salvadores de la verdad, pronto nos olvidamos. Como era de esperar, no vino nadie a boicotear nada.

Los profesores quedamos bastante decepcionados. Nuestra aventura con Alicia Maraví y los salvadores terminaba deshinchándose. Su perfil fue eliminado de Facebook unos días más tarde. Las banderas, resignadas, fueron abandonando la sala de profesores. Yo he dejado de ser el tonto de la estelada. La foto de la discordia sigue disponible online, pero nadie le presta atención ya, ni polacos ni españoles. Las anécdotas melancólicas de aquellos días de banderas son lo único que nos queda.

—En el fondo, tú querías llegar al final de la aventura, resolver el conflicto —me dijo hace unos días por Facebook E, mi amiga psicóloga—. Estabas, y estás, seguro de que tienes la razón: en tu inconsciente, la fotografía no era una estupidez ni un error, sino un acto de tu voluntad reprimida. Si Alicia se presentaba, tenías ya preparado un contramanifiesto donde expresabas tus ideas, ¿me equivoco? ¿Me lo quieres leer? ¿Me dices lo que piensas? No, claro, lo entiendo. Necesitas una situación como aquella para decir lo que piensas. Sólo en un marco de conflicto hablarías. No digas nada, no hace falta. No les interesaba a los polacos, pero a los españoles y catalanes tampoco.

»Ya hablo yo por ti. En tu cabeza —seguía E—, las dos banderas no están completamente vacías de significado, como tú dices, porque nada carece de significado. Pero tampoco son una contradicción insoluble. Son las dos caras de la misma moneda, la pulsión de vida y la de muerte, los Beatles y los Rolling, el fuet y la morcilla. Sin embargo, aparecer casualmente en la foto con ambas banderas fue insuficiente. Te quedaste muy corto: cobarde valentía. Tendrías que habértela sacado tú mismo y salir tú solo, sin escudarte en los demás, compartirla y comentarla, poner algo como
"Me toca los cojones tener que ser español o catalán. No soy ni independentista ni españolista. Que os follen a los dos bandos".
»¿Tengo razón o no?

* * *

—Sí, claro que sí —dice Marcin—. Tiene usted razón, profesor. Aprender es lo importante, mucho más que las notas. Aprender, claro, claro. Aprender. Pero también... ¡la verdad! ¡Es injusto ocultarla! ¡Yo merezco esos 0.25 puntos! ¡Injusticia! A mí no me importa la nota. No me importa tener un 4 o un 5. Pero me importa tener lo que merezco, me importa la verdad. Mi padre dice: si pagas diez manzanas, que te den diez manzanas. Si te dan nueve, es injusto; si te dan diez peras, es injusto; es injusto incluso si te dan diez coches. Revise bien el ejercicio, profesor, verá cómo la verdad es que merezco los 0.25 puntos.

No sé qué referencia es peor: la mención de la verdad o la cita de (auténtica) autoridad paterna. Pero logra hacer clic en mi interruptor de las batallas: clic.

—Muy bien, Marcin, me parece muy bien que quieras la verdad. A mí me encanta la verdad. Para empezar, Marcin, dile a tu padre que tanto en Polonia como en España las manzanas se compran al peso, no por unidades. Así que cuando pagamos diez manzanas, en realidad estamos pagando el peso de esas manzanas. Por eso podría darse el caso de pagar nueve manzanas muy grandes por el mismo precio que diez manzanas muy pequeñas. El coste es el mismo, el peso es el mismo, pero el número de manzanas es diferente. Pero volvamos a tu cómic. Los dibujos de esta viñeta no son nada del otro mundo. Mira esta montaña, sin pintar. O mira la ciudad de Granada: sólo hay un edificio, dos árboles y una torre; menudo villorrio. Y mira al rey moro: un monigote con turbante que no parece para nada triste. Ni siquiera te has acordado de dibujar a su madre. ¿Dónde está la madre? ¿Quién le dice "llora como mujer lo que no has sabido defender como un hombre" si el rey está solo? ¿La ciudad de Granada? ¿Las montañas incoloras? ¿El cielo color montaña? ¿El coro trágico? Si al menos lo hubieras dibujado... Mira, Marcin, yo os pedí que hicierais un cómic. Los tebeos se componen de ilustraciones y textos. No puedo darte un punto entero por esta viñeta. Confórmate con el verdadero 4, venga.

—¡Señor profesor! —protesta Marcin—. Esa no es la verdad. Para empezar, en Polonia, algunas manzanas las compramos al peso, pero otras, como la Granny Smith, lo que ustedes llaman manzana verde, se venden por unidad. Así que si pago diez manzanas verdes y me dan nueve, sea cual sea el tamaño, estarán faltando a la verdad. Pero, manzanas aparte, ¡estamos en clase de lengua española, por el amor de Dios! Si dibujamos bien o mal no es importante. Dibujar cómics es estúpido. Yo sólo quiero aprender el idioma. Mi padre dice que cuando él iba a la escuela no perdían el tiempo dibujando como niñas. Merezco esos 0.25 puntos, y un 5 también, si me apura; esa es la verdad.

Marcin me inspira odio y respeto a partes iguales. Está claro que el peor laberinto no es el circular, sino el diálogo adolescente.

—A ver, Marcin, ¿por qué piensas que os pedí que ilustrarais la leyenda del suspiro del moro? ¿Porque me gusta esta historia? No, la verdad es que no me gusta demasiado esta leyenda. No porque sea ficticia, como todas las leyendas. No me gusta porque ridiculiza el pacifismo, porque los moros son los perdedores, porque es machista. Lo sé, no me mires así: estoy haciendo una lectura anacrónica de la leyenda. Y tienes toda la razón, pero creo que tengo el derecho de leer la historia de este modo, si es difícil ponerse en la piel de otro, imagínate ponerse en la piel de otro tiempo. Aun así, acepto tu hipotética discrepancia. Digamos que la leyenda no me gusta porque no me importa mucho la Reconquista. Pero, en fin, no os pedí que hicierais un tebeo de la leyenda porque me gustara o dejara de gustar, sino porque creí que dibujar sería una actividad diferente y, a la vez, un buen sistema para comprobar que habíais leído el texto con atención. Simplemente no te doy los 0.25 puntos porque no dibujaste lo que decía el texto. ¿Dónde está la madre del moro, Marcin? ¿Eh, dónde está? ¿Quién habla en tu cómic? ¿Quién dice "llora como mujer lo que no has sabido defender como un hombre"? ¿Quién lo dice? ¿La verdad lo dice?

—Señor profesor —rebota rápidamente Marcin—. Usted nos pidió que adaptáramos la leyenda en cómic. Eso he hecho. Nos dijo que las leyendas no son fieles a la realidad, pero que eso no es importante. Deduje que no serle fiel a la leyenda sería concordar con su espíritu, serle fiel a su esencia. Por otro lado, está claro que es el propio rey Boabdil quien se está diciendo a sí mismo "llora como mujer lo que no has sabido defender como un hombre". Es un simple monólogo, un pensamiento o un aparte, lo que usted prefiera. En mi adaptación de la leyenda, el rey Boabdil realiza una autocrítica. Así resulta aún más trágica, ¿no cree? Por todo esto, merezco los 0.25 puntos. Y aun más: un 5 de nota final.

Respiro hondo. Es la primera clase del día y no puedo gastar tan pronto todas mis energías.

—Marcin, tu argumentación es muy interesante. Pero no me convence. Por otro lado, has escrito mal el título de tu cómic: "El suspiro del muro". Del moro, no del muro, Marcin. Un moro es un musulmán, especialmente los del África del Norte. Un muro es una pared. Los muros, como las paredes, no suspiran. Bueno, quizá suspirara el de Berlín, o suspire el de las Lamentaciones. Quizá suspiren las paredes de nuestra clase, pero no creo que las humedades sean lágrimas. No obstante, en tu tebeo no aparece ningún muro, ni dibujado ni por escrito. Y no me digas que es un muro metafórico, por favor. En cambio, sí hay un moro: míralo, con su turbante, podemos identificarlo fácilmente pese a que lo has dibujado deprisa y sin ganas. Sólo tenías que copiar el título del texto que leímos la semana pasada. ¿Si no puedes hacer esto, cómo voy a darte un 5? De hecho, quizá tendría que bajarte la nota a 3. Imagínate que en polaco no digo Rynek Główny (pronunciado rinek gufne) sino Rynek gówno (rinek gufno). ¿Es lo mismo decir plaza principal que plaza mierda? ¿Verdad que no? Pues lo mismo sucede en español. Una letra puede cambiar totalmente el significado de la frase, Marcin. No puedes tener un 5 si no eres consciente de lo que escribes.

—Señor profesor —contraataca Marcin—, no puedo estar menos de acuerdo con usted. Si he escrito muro está claro que ha sido sin querer. Un mero error tipográfico, ni siquiera ortográfico. Le puede ocurrir a cualquiera, sólo es un despiste desintencionado. ¿Penalizará mi futura carrera académica y profesional por esta errata insignificante? ¿Una letra determinará mi futuro?

—Marcin —digo suspirando—. Marcin, Marcin. Un escritor español, Alberto Olmos, dijo que "las faltas de ortografía son como corbatas mal anudadas, zapatos sucios, uñas mordidas". Pero tu error es de otra índole: no sólo denota desinterés y descuido, también destruye, asesina, el significado de tu texto. Tu falta ortográfica es una corbata ahorcando a un suicida, unos zapatos de cemento dentro de un río, unas uñas sangrantes intentando abrir un ataúd.

—Esto es injusto. Escribir u es casi lo mismo que escribir o. No puede usted perjudicarme tanto. Es una injusticia, una ofensa a la verdad. Hablaré con mi padre, que hablará con la directora, que hablará con usted y con sus padres.

—Marcin, basta. Siéntate. La discusión ha terminado, te estás pasando de la raya. Tienes un 4. Todos, por favor, sentaos. Hemos perdido ya mucho tiempo de clase, y no puede ser. Prestad atención. Vamos a aprovechar el tema del que estábamos hablando con Marcin. El que está embobado mirando por la ventana, gírate, por favor. Siéntate bien, venga. Vamos a hablar de la importancia de la ortografía y la corrección en la expresión escrita. Para ello, vamos a realizar un dictado de un texto que habla del tema. Escribiréis bien sobre escribir bien. ¿Qué os parece? ¿Fascinante, verdad?

»Sí, os da igual, ya lo sé. Bueno, coged la libreta y empezad a escribir. Voy a poner nota de este dictado. El título es "Parábola del reo de muerte". Empezamos, pues, venga. Marcin, tú también tienes que escribir, eh. Repito, voy a evaluar el dictado. Empezamos, ahora sí.

La palabra dictar tiene hijos tan insignes como dictado o dictador. Me encantan los dictados, especialmente el silencio que brindan. Pedagógicamente son, supongo, una aberración, como los dictadores. Pero todos necesitamos un momento de descanso.

—Empiezo, ¿sí? Venga. Título: [Mayúscula] Parábola del reo de muerte [Esto es el título. Comienza el texto]. En un país muy lejano de Oriente [con mayúscula, eh] [coma], un hombre fue condenado a muerte [punto]. Su nombre no es importante para esta historia [punto]. Huelga decir que fue culpado injustamente [punto]. [Abrid un signo de interrogación] ¿De qué se lo acusaba [cerrad el signo de interrogación]? Pues de haber asesinado a su mujer y a sus dos hijos [punto]. [Abrid un signo de exclamación] ¡Sí [coma], era un hombre inocente [cerrad el signo de exclamación]! Además [coma], nuestro condenado era un hombre de bien [dos puntos]: honrado, trabajador, abierto, liberal, galán, inteligente, simpático, buen señor, buen marido, buen padre, buen ciudadano y buen vecino. No sólo pagaba sus impuestos, sino que a menudo colaboraba con el rey en tareas de variada índole como, por ejemplo, la guerra. Como podéis deducir, aquel país muy lejano de Oriente era una sociedad más bien feudal.

—Profesor, ¿la última frase es un comentario o es parte del dictado?

—¿Puedes repetir las últimas frases?

—¿Dónde ponemos comas y puntos?

—¡Silencio todos! Ya no voy a leer los signos ortográficos. Deducidlos por las pausas. Como decía, a menudo colaboraba con el rey en tareas de variada índole como, por ejemplo, la guerra. Lo siguiente era sólo un comentario. Continúo.

»El único punto débil del carácter de nuestro hombre era no ser un patriota. Amaba a su familia y a sus hijos tanto como a sus amigos, pero no creía en aquella entelequia llamada patria. Para nuestro hombre, la patria era un invento: necesario, puede ser, pero invento al fin y al cabo. ¿Cómo se le podía pedir a alguien identificarse con gente a la que no conocía? ¿Amarlos, respetarlos y considerarlos sus iguales sólo por haber nacido en el mismo territorio jurídico que él? No, señor, no. ¡Qué disparate!, pensaba nuestro hombre inocente. Él entendía perfectamente que el rey hubiera creado aquel concepto para unir a todos sus súbditos, el orden era necesario y nuestro hombre también obedecía los mandatos de su rey, pero aquello no justificaba que él creyera en la patria. Llamadlo arrogante, si queréis. Quizá lo era, aunque él prefería llamarse a sí mismo racional.

»Pero no penséis que nuestro hombre inocente fue acusado injustamente por no ser un patriota. Esto no es un complot, ni mucho menos. El rey todopoderoso de aquel país de Oriente era listo y sabía estimar a nuestro hombre inocente a pesar de su único defecto, imperceptible al lado de sus múltiples virtudes. De hecho, podemos decir sin exagerar que nuestro hombre inocente acusado injustamente era uno de los llamados "hombres del rey". Hombres "de confianza", se entiende, claro. ¿Por qué lo acusaron, entonces, de haber asesinado cruelmente a su mujer y a sus dos hijos, un niño y una niña?

—Profesor, ha sonado ya la alarma. Es hora del descanso.

—Cinco minutos y acabo.

—¡Tengo hambre!

—Podéis agradecerle a Marcin estos minutos de recreo perdidos. Sigo con el dictado: antes de conocer el motivo de su injusta acusación, debemos saber quién mató a aquellas tres inocentes criaturas. La casualidad, alumnos queridos, o la mala suerte, si lo preferís, fue la causante de aquella catástrofe que estremeció a aquel lejano país feudal. Durante la tarde del asesinato, nuestro hombre inocente estaba reunido con el señor del pueblo vecino discutiendo alguna minucia administrativa que no viene al caso. Entonces, el terrible Ho Lin pasaba cerca de la casa de nuestro hombre inocente. Ho Lin era el más vil de los villanos del aquel país. Sólo vivía para saciar sus repugnantes apetitos. Se fijó en la bella esposa del hombre inocente y decidió tomarla, porque Ho Lin hacía lo que quería, nunca lo que debía. Su voluntad le dictaba la moral, y su voluntad le dictó que quería violar brutalmente a aquella pobre mujer. No es necesario, creo, que describa la excesiva dureza que empleó con ella. Sólo diré que obligó a sus hijos a mirar todo el acto: los encadenó a la cama y les arrebató de un mordisco los párpados. La ferocidad con la que Ho Lin forzó a la mujer del hombre inocente fue tal, queridos alumnos, que le otorgó al hijo mayor la fuerza necesaria para que liberara la mano izquierda de sus cadenas y pudiera arrancarse sus ojos. Es una pena que, liberado de su tormento, no se los sacara también a su hermanita. No sabemos si los críos fueron violados a continuación, porque las técnicas autópsicas no estaban muy desarrolladas en aquel lejano país de Oriente. Pero fueron torturados con las mismas intensidad y creatividad que la madre. Acabado su estropicio, Ho Lin siguió su camino. A la mañana siguiente, llegó el hombre inocente y descubrió aquel infierno doméstico. Un día después, un campesino lo encontró durmiendo abrazado al coxis de su mujer. Estaba rodeado de sangre, vísceras estrujadas, vómito, huesos quebrantados, cuero cabelludo, uñas, pelo y excreciones. En el juicio alegó que no halló otra cosa más abrazable que aquel pequeño hueso.

»Para los que conocían a nuestro desgraciado hombre inocente, era evidente que él no era el asesino. Además, otra aldea cercana denunció las tropelías de Ho Lin. Pero este no fue detenido porque nadie se atrevía a cruzarse en el camino de su voluntad. Sin embargo, la ley de nuestro país muy lejano de Oriente necesitaba pruebas, y estas estaban en contra del hombre inocente. La firma de Ho Lin encontrada en el suelo del cuarto de los niños, realizada con los intestinos de las tres víctimas, podía ser obra de cualquiera, aunque muchos veían en ella la huella del mismo Ho Lin. El juicio fue durísimo para los asistentes: todos veían claro que estaban acusando a quien no tocaba, pero las circunstancias estaban en su contra. El día en el que se fallaba la sentencia, apareció el señor del pueblo vecino con quien había estado reunido nuestro hombre inocente. Declaró in extremis que el hombre inocente no podía ser el asesino porque tenía coartada. Entonces explicó que aquella tarde estaban decidiendo dónde construirían una escuela y un hospital financiados por el señor y el hombre inocente. Todo el mundo experimentó un júbilo inmenso, incluso los jueces. Parecía que se haría justicia, finalmente. Por primera vez desde hacía varios días, el hombre inocente experimentó cierta tranquilidad.

»Ya sólo faltaba esperar el fallo del rey, el juez absoluto. Este tenía la última palabra. ¿Condonaría al hombre inocente, como todos esperaban? En un silencio sepulcral, el escribano del rey abrió el sobre y leyó la sentencia:
"Condenado".
»Se hizo otro silencio, esta vez sepultural. Nadie esperaba aquel veredicto. ¿Tampoco vosotros, verdad, queridos estudiantes? ¡Menuda sorpresa! De súbito, el hombre inocente se vomitó sobre un brazo. Los jueces miraron al escribiente, que miraba alternativamente al rey y el sobre, arriba y abajo, como si confirmara su estupefacción. Los asistentes miraban alternativamente al rey y al hombre inocente, como en un partido de tenis. El rey le indicó al amanuense que se acercara. Le susurró al oído: "¿Insensato, qué has dicho? ¿Has leído bien la sentencia?" El escribano hizo de nuevo que sí con la cabeza y le enseñó el papel al monarca. "¡Idiota, has escrito condenado y no condonado!", gritó el soberano, levantándose encolerizado. Todos los ojos se posaron sobre él, incluso los del hombre inocente, que esta vez se vomitaba un zapato. El hombre inocente sabía que debería haber sido condonado, pero que había sido condenado. La palabra del rey era la única verdad, todo el reino lo sabía. No había nada que hacer: la verdad no se puede contradecir ni rectificar ni corregir. Por encima del vocerío de los allí presentes, el rey pronunció las últimas palabras del juicio: "Hombre inocente, estás condenado a muerte por el asesinato de tu familia". Entonces el soberano se le acercó y le susurró al oído: "Perdona a mi escribano. Ha escrito una letra mal, pero lo ha hecho sin querer. Ha cometido un mero error tipográfico, ni siquiera ortográfico. Le puede ocurrir a cualquiera, sólo es un despiste desintencionado".

»Aún no hemos acabado, un momento. Aquel incidente se olvidó bastante rápido. La vida del reino continuó como siempre. El amanuense siguió con su trabajo; al fin y al cabo, un mal día lo tiene cualquiera. Ho Lin no fue encontrado y siguió haciendo pillerías por donde pasaba. El rey llegó a la conclusión de que quizá la muerte del hombre inocente condenado había sido justa, pues vivir tras la muerte de toda tu familia es un sinsentido.

Los estudiantes se levantan rápidamente de sus sillas y empiezan a recoger sus bártulos.

—Buen trabajo, chicos. Dejad los dictados sobre mi mesa antes de salir. Reflexionad sobre esta historia y la corrección en la escritura. Que tengáis un buen día.

lunes, 29 de septiembre de 2014

Colonias nazis en Auschwitz

Hace unos meses, me llamó por teléfono un antiguo compañero del Erasmus, Giovanni. Como su nombre indica, era italiano, y la última noticia que tenía de él era que había regresado a su ciudad —no sé cuál— a proseguir sus estudios —¿de qué?— después del paréntesis erasmista. Pero ni siquiera lo recordaba ya, pues apenas nos conocíamos ni llegamos a ser, por tanto, más que conocidos, al menos hasta que sonó mi móvil y vi su nombre.

Leyéndolo en la pantalla, "Giovanni Italia", volví a pensar en él antes de contestar, y mi memoria desempolvó un par de datos más. Tenía una novia cornuda que lo visitó una vez pero nunca una segunda. En una de las noches que ella pasó en la ciudad, apostamos con él cuán cornudo debía de ser él mismo: dijo, riendo pero con cierta decepción, que su novia era tan cateta que ni a uno se habría tirado. La única afición que le conocí, además, claro, de las polacas, era beber alcohol; decía que Nicolas Cage en Leaving Las Vegas no le habría durado ni un par de noches. Al pensar en esto recordé inevitablemente otro pasatiempo de Giovanni, conectado con el anterior aunque mucho más intrigante: cuando estaba borracho, odiaba con todas sus fuerzas a los catalanes, el catalán y todo lo que tuviera relación con Cataluña. Su odio sobrenatural, que sólo afloraba estando pedo, me llamó la atención de nuevo, como la reaparición de un misterio archivado en el olvido porque no había podido ser resuelto. Nunca llegué a comprender por qué un italiano le tenía tanta ojeriza a algo tan lejano para él como los catalanes —¿herencia atávica de las correrías almogávares?—, ni por qué surgía solamente cuando bebía, pero era una aversión tan intensa, tan sólida, que por alguna operación secreta devenía incuestionable. Tampoco le oí relatar ninguna experiencia personal con los catalanes, dudo incluso que hubiera puesto un pie en Cataluña. Pero su odio era tan auténtico que se contagiaba: casi todos los españoles que hablaban con él sacaban a relucir las pulsiones anticatalanas más irracionales, por muy reprimidas o aun inexistentes que fueran. Por suerte o por desgracia, Giovanni no hablaba muy bien inglés, pero sí español, así que sólo convertía a los que hablaban esta lengua. (A diferencia de él, los otros italianos del Erasmus no estaban demasiado interesados en el tema.) Creo que no supo que yo era catalán, al menos no por mí. Alguna noche me divertí acercándome a él y a sus interlocutores mientras despotricaban de su tema favorito: de golpe, los españoles se callaban y mudaban el semblante, como si hubieran visto un fantasma. Yo sonreía y soltaba alguna expresión acorde con el tono —estos catalanes, cómo son, o Jordi Pujol, maldito masón, o Mas y compañía hundirán España—, y Giovanni continuaba cagándose en, por ejemplo, la señera, la butifarra o los castellers, mientras los demás seguían mudos. Lamentablemente, no coincidí demasiado con Giovanni, sólo se quedó en Cracovia durante el primer semestre, el de invierno.

—¡Hombre, Guglielmo, cuánto tiempo!

Tomamos una cerveza la misma tarde que me llamó. Nos pusimos al día: aún estudiaba, aún estaba con la misma novia cornuda, ya no bebía tanto. Yo le conté que no había regresado a Barcelona sino que me había quedado en Cracovia por esto y por aquello; él me contestó que ya lo sabía, que si no no me habría llamado. Lo tenté un poco hablando de cuánto echaba de menos Cataluña, hablar catalán, la gente, etc., pero no surtió efecto. No sé si se mordió la lengua por mí, porque no tenía otros oyentes o porque no había bebido suficiente para dar rienda suelta a su intrigante afición. Acabamos hablando sin mucho interés de los amigos o conocidos que habíamos compartido en Cracovia. Nos despedimos sin tomar una segunda.

No creo que su opinión sobre mí cambiara mucho, fuera la que fuera. La mía no cambió demasiado: un conocido más, es decir, un desconocido en potencia, o un fantasma memorable sólo por su afición intrigante. De hecho, habría vuelto a olvidar a Giovanni si un par de días más tarde no hubiera recibido una llamada muy parecida, pero muy diferente. En este caso quien me llamaba era Hans, un amigo alemán también del Erasmus. Cuando leí en la pantalla del teléfono "Hans Alemania", pensé en aquella extraña coincidencia: ¿por qué habían decidido llamarme precisamente aquellos días los dos exerasmus, ambos alejados de Cracovia y de mi recuerdo durante más de un año?

—Hombre, Hans, no te imaginas quién ha estado en Cracovia hace una semana —lo informé al descolgar, incapaz de contener mis pensamientos—. ¡Giovanni, el borrachuzo italiano!

—¿Quién? ¿De qué me estás hablando?

—Sí, hombre, el italiano al que lo visitó la novia mientras estaba con una polaca...

—Mira, si no reconociera tu voz, pensaría que me he equivocado de número...

Al momento me di cuenta de mi error: Giovanni había estado en Cracovia durante el primer semestre, el de invierno, mientras que Hans había pasado aquí el segundo, el de verano. Giovanni y Hans eran dos fantasmas de mi pasado cracoviano regresados al presente, pero no se conocían entre sí. No sé si esto aumentaba o disminuía la magnitud de la coincidencia, quizá sólo la subrayaba. Le conté a Hans mi error y, desfacido el entuerto, decidimos vernos aquella misma tarde.

Quedamos a las cuatro en Rynek, al lado de la cabeza. Llegué cinco minutos tarde, sabiendo que Hans se retrasaría todavía más. La cabeza estaba, como siempre, rodeada de turistas; como era de esperar, no había ni rastro de Hans. Se trata de una cabeza de bronce enorme, de unos dos metros de largo, apaisada sobre una peana de piedra, con un par de vendajes y las cuencas de los ojos vacías, igual que el interior de la testa. A los turistas les encanta meterse dentro, asomar por las cuencas y sonreír a la cámara, sin ser conscientes de que cada noche la gente que necesita evacuar con urgencia encuentra en las profundidades de la cabeza un íntimo retrete. No los culpo —a los turistas—: yo hice lo mismo en mis primeros días —sacarme fotos sonriendo desde las cuencas—. A mí tampoco se me ocurrió que la gente pudiera mear dentro, pero desde entonces lo he visto y olido demasiadas veces. Otro compañero del Erasmus, Juan, me dijo que él no los culpaba —a los que evacuaban dentro—: lo hacían resentidos con el antiguo régimen comunista, decía Juan el español, porque aquella cabeza había pertenecido a una estatua de cuerpo completo de un soldado soviético, derrumbada y decapitada por el exaltado pueblo cuando Polonia se democratizó. La estatua del soldado de bronce, regalo de Stalin a Polonia, mediría, según las proporciones de Leonardo da Vinci, unos veinte metros de altura; la caída de aquel coloso habría hecho añicos el suelo de Rynek, pero este detalle no tenía lugar en las fabulaciones de Juan. Aquel inventivo español añadía a su historia que el resto del cuerpo lo fundieron para hacer las campanas de una iglesia, antes sustraídas por el gobierno socialista. Por inocente y por falta de interés, no puse en duda la veracidad de la historia, como no hicieron otros compañeros, hasta que busqué información por Internet: en realidad, la estatua estaba allí desde 2003 y era obra de un artista polaco, Igor Mitoraj; se llamaba Eros vendado y estaba inspirada u homenajeaba el arte griego antiguo. Es decir, nada tenía que ver con Stalin ni con la Unión Soviética. No me sorprendió demasiado aquel descubrimiento, porque entonces yo ya sabía que aquel español que me lo había contado tenía una capacidad de invención incontenible.

—¿Qué, quieres que te saque una foto en el orinal? —me dijo de sopetón Hans.

Hans tampoco conocía a Juan, el español que se había inventado la historia de la estatua de bronce decapitada, aunque este había estado en Cracovia todo el año. Sin embargo, mostró más interés por conocer a Giovanni. Después de describírselo, me sugirió que su intrigante afición no era para nada misteriosa:

—Giovanni es anticatalán simplemente porque es un fascista. Fascista de los de Mussolini o facha de los de Franco, o de ambos, no importa.

De Hans sí que recuerdo la ciudad: Berlín. Nació y estudiaba allí, Estudios Eslávicos e Historia. Su padre era alemán y su madre polaca, dos hippies que se habían conocido en el Berlín Oriental —ella estaba haciendo prácticas en una clínica veterinaria—, lo habían concebido y parido allí, y educado también, aunque ya en Berlín a secas, Oriental y Occidental a la vez.

—¿Y si no fuera facha sino nazi? —le pregunté.

—Podría ser. Cosas mucho más estúpidas que un italiano nazi he visto.

Hans hablaba alemán y polaco, el primero perfectamente y el segundo casi. Cuando lo conocí, me llamó la atención saber que hablaba en alemán con su padre y en polaco con su madre, que una lengua no había predominado sobre la otra sino que convivían: en mi familia sucede lo mismo con el catalán y el castellano, algo que nunca habría entendido Giovanni, el fascista o nazi borrachuzo. Como yo, Hans tenía dos lenguas maternas, o, mejor, una lengua materna y otra paterna. ¿Por qué podemos tener familia materna y paterna, pero sólo una lengua materna? Pero, a diferencia de mí, Hans decía siempre que tenía una lengua materna, el alemán, y una segunda lengua, el polaco. Es decir, que no se consideraba bilingüe sino diglósico. No porque amara más a su padre o a Alemania, sino porque cometía más errores hablando en polaco que en alemán, ya que antes de la universidad nunca lo había estudiado (yo le decía en vano que lo determinante no era la corrección con la que se hablaban, sino la pasión que ambos despertaban); de todos modos, tampoco podía notarle los errores, incluso le agradecía que me hablara en polaco, con un acento mucho más comprensible que el de los nativos. Pero él prefería hablarme en inglés, no demasiado bueno, puesto que quería mejorarlo y mi polaco era —y sigue siendo— limitado y malo, aunque él dijera —y siga diciendo— amablemente lo contrario.

—Oye ¿y qué haces en Cracovia? —le pregunté, pues, en inglés, cuando llevábamos un rato ya hablando y paseando por los alrededores de Rynek.

—No te lo creerás, me ha pasado algo bastante raro. Llevo ya unos días en Polonia, de hecho podríamos haber coincidido con Giovanni en Cracovia, pero venir aquí no entraba en mis planes. Te cuento. Como otros años, decidí trabajar de monitor en unas colonias de verano. Ya había currado alguna vez en campamentos en Alemania, pero este verano quería probar en Polonia. Estaba preocupado por el idioma, por si iba a lograr adaptarme y hacerme respetar (mínimamente) por los chavales, pero al final no fue un problema: el único trabajo que encontré fue en inglés, en unas colonias internacionales, con polacos, alemanes, checos y otras nacionalidades. Aquello no era exactamente lo que yo buscaba, pero tenía otras ventajas: practicaría el inglés, conocería gente polaca y de fuera, y, sobre todo, eran unas colonias temáticas.

Hans seguía igual que cuando lo había conocido. Y no sólo físicamente: como entonces, cuando se ponía a contar alguna anécdota no importaba que lo interrumpieras: las preguntas que uno le hiciera, estuvieran o no relacionadas con su historia, eran ignoradas por el bien de su discurso. No creo que lo hiciera por malicia —no hay persona más abierta y democrática que él—, quizá era sólo la tópica rigidez alemana. Por eso me ignoró cuando le pregunté:

—¿Y el tema de las colonias era...?

—Los campamentos iban a tener lugar en Oświęcim, aunque también haríamos algunas excursiones a Cracovia, y los asistentes tendrían de 16 a 18 años. El tema de las colonias era lo más interesante, por eso habían decidido hacerlas en Oświęcim y no en otro sitio, y por eso los chavales habían de ser algo mayores. Esto también me asustaba un poco, porque yo tengo sólo 24 años y ya sabes que si tus alumnos no son mucho más jóvenes que tú a veces cuesta que la cosa funcione.

Como siempre sucedía cuando Hans me contaba algo, decidí tomar el mando de nuestro paseo sin rumbo. Nos metimos en un bar del centro, Nowa Prowincja.

—Pero como conocía bastante bien el tema de las colonias lo que me preocupaba más era que la cosa se pudiera desmadrar. Aunque ya estuve trabajando en unas colonias en Berlín sobre los derechos de LGBT y no hubo ningún problema. Y en un campamento de Múnich sobre la inmigración turca en Alemania y todos los chavales, inmigrantes y nativos, se llevaron la mar de bien.

Cuando nos acodamos en la barra, dos cervezas, aproveché para insistirle:

—Vale, pero ¿cuál era el tema de las colonias?

—Ah, sí, claro. Pensaba que ya lo habías deducido por su localización —dijo Hans, mientras nos sentábamos junto a la ventana—. El tema era el Holocausto. Por eso Oświęcim, claro, para poder ir a Auschwitz a hacer algunas visitas y actividades. La idea era que los asistentes se fueran de allí con una idea general de lo que había sucedido, pero sobre todo de los porqués. Te sorprendería lo poco que saben los jóvenes sobre el nazismo. Yo creo que es porque ya no lo ven como un tema tabú, y eso le resta atractivo. A los organizadores les interesaba que los alumnos se hicieran las preguntas y que ellos discutieran, intentando conectar el Holocausto con el presente: consecuencias para los afectados, claro, pero también que trataran de, cómo te lo diría, que conocieran la ideología nazi para desarmarla y poder rastrearla en la actualidad. Mi jefe me había dicho que algunos asistentes eran chavales ya bastante sensibilizados, originarios de familias más o menos afectadas, quizá judíos, o de carácter progresista. Pero siempre había una mayoría menos interesada o poco informada, los obligados a apuntarse, así que el debate se generaba fácilmente. La finalidad era, principalmente, que los chavales aprendieran a debatir, respetándose mutuamente y todo eso.

»El Holocausto y el nazismo —continuó Hans— parecían dos temas suculentos, casi sensacionalistas, pensé que habría un montón de asistentes. Pero sólo se apuntaron nueve. Por poco me quedé sin trabajo antes de empezar... Gajes del oficio. Luego le di más vueltas y vi que quizá no era la mejor manera de pasar las vacaciones de verano si tenías 16 años: a esta edad, ¿quién quiere pasarse dos semanas hablando de historia y ética cuando puedes ir a la playa o salir con tus amigos? Temí, entonces, que todos los asistentes fueran unos raritos marginados, vi fracasar cada una de nuestras actividades y debates a causa de sus problemas para socializarse... Mi jefe, de nuevo, me tranquilizó: era el quinto año que celebraban aquellas colonias, todo seguía según lo planificado, no había nada de lo que preocuparse. Además, la otra monitora había participado en otras ediciones: el campamento iría sobre ruedas.

»Se llamaba Joanna, Asia, en diminutivo, para los amigos; era polaca, algo mayor que yo. Había estudiado Filosofía y acababa de empezar un máster en Estudios Culturales Alemanes. Lo primero que me dijo es que ya tenía el tema de su tesina de máster: una investigación psicoanalítica de la estética nazi. Estaba convencida no sólo de que se podían hallar rastros de la ideología nazi en la ropa y el peinado, o sea, que la ética y la estética nazis estaban íntimamente interconectadas, sino también de que el nazismo tenía una explicación psicoanalítica hasta ahora desconocida y que sólo era alcanzable a través del análisis de su estética. En su investigación, indagaría en las biografías de los creadores de la estética nazi, desde Goebbels hasta arquitectos como Albert Speer, pasando por los diseñadores de la indumentaria oficial. Para Asia, la casi equiparación entre arte y poder propia del nazismo era patológica y, por tanto, se podía aislar algún factor común a todos los amantes de la estética nazi, de Hitler a cualquier mindundi. Esto nos conduciría a una aplicación contemporánea práctica: ser capaces de detectar neonazis ocultos o en potencia. En futuras investigaciones, especulaba, se podría hacer lo mismo con otras ideologías: fascismo, comunismo, neoliberalismo, democracia, nacionalismo, feminismo, ecologismo... Le comenté a Asia que me parecía una idea muy buena y ambiciosa, aunque quizá un poco obsesiva y excesiva. ¿Acaso aquello no era lo mismo que los nazis habían hecho con los judíos, estudiarlos minuciosamente para reconocerlos, aislarlos y luego exterminarlos? Asia no me hizo caso y siguió hablando de sus avances en la investigación. Me dijo que ella veía el nazismo como un grano infectado: cuando se encontraba dónde apretar, empezaba a salir a chorro el pus velado. En fin, era un poco rara, pero controlaba mucho sobre el nazismo, que era lo importante.

Me acerqué a la barra a pedir un par de chupitos de vodka y dos cervezas. Hans hablaba con soltura: aunque su inglés seguía siendo imperfecto, había mejorado algo, quizá gracias al alcohol. El primer día de las colonias quedaron en Cracovia con los asistentes y sus padres, no porque la localización en Oświęcim fuera secreta, sino porque las familias extranjeras se habrían perdido intentando llegar. Cuando los padres se fueron, Asia y Hans se presentaron a los nueve asistentes y empezaron a conocerse un poco. Subieron al autobús y Asia les puso un documental sobre el Holocausto, porque les esperaba más de una hora hasta Oświęcim. Había elegido uno que hablaba sobre la situación de los judíos al acabar la Segunda Guerra Mundial: la continuación del antisemitismo allí por donde pasaran los refugiados al intentar regresar a sus hogares, la emigración a la Palestina Británica, la formación de Israel, etc.

—Durante el trayecto —siguió Hans—, Asia me explicó las actividades que había preparado, así que no le presté demasiada atención al documental. Parecía interesante, aunque una elección un poco extraña para un primer contacto con el Holocausto. Había preparado varias visitas a Auschwitz-Birkenau, excursiones de un día a Cracovia a la fábrica de Schindler y el campo de concentración de Płaszów, etc. Pero también había planeado juegos, rutas a pie y en bici, deportes de aventura, talleres de manualidades, en fin, actividades a priori más alejadas del tema principal, para evitar que los quince días se hicieran demasiado pesados, o para relajar el ambiente si algún debate era demasiado para alguien. Asimismo, me contó otras actividades que en ediciones anteriores de las colonias habían sido problemáticas por una u otra razón. El verano pasado, por ejemplo, un juego de roles terminó siendo demasiado realista para una de las alumnas: a una chica le había tocado interpretar el papel de judía durante el desalojo de un edificio por parte de los nazis, es decir sus compañeros, con tan mala suerte que resultó que ella misma era judía y su familia una de las pocas que había sobrevivido en Polonia. Ni Asia ni el otro monitor lo sabían. Aunque aquello estuvo a punto de acabar como el rosario de la aurora, la familia no presentó cargos: los abuelos habían muerto ya, y los padres tenían otras preocupaciones. Pero, desde entonces, en el formulario que los padres deben rellenar para inscribir a sus hijos se incluye la casilla "Tercera generación". Por suerte, aquel año nadie la había marcado, y Asia se había dedicado a modificar o eliminar las actividades que, como el juego de roles, pudieran resultar más duras para los asistentes.

Acabamos las cervezas y le hice un movimiento a Hans para que cambiáramos de lugar. Se levantó sin rechistar, dócilmente. Del mismo modo que yo había aceptado sus monólogos ininterrumpibles, él había aceptado que no me gustara pasar mucho tiempo en el mismo bar. Salimos fuera; refrescaba agradablemente.

—Después de llegar a la casa de colonias, nos reunimos todos en el patio y Asia les pidió que comentaran qué les había parecido el documental sobre el Holocausto. Como es normal, nadie se atrevía a hablar, así que tuvimos que romper el hielo e ir preguntando; poco a poco, algún chaval se fue animando. Aquella fue la primera vez que le presté atención: era rubio como una espiga de trigo y llevaba una camiseta negra de Sabaton con un soldado y la palabra "Uprising" en letras doradas, la misma camiseta que tenía mi excompañero de piso en Cracovia. Gracias a este conocí a Sabaton, un grupo sueco de heavy metal que cantaba en inglés y se había ganado a muchos polacos porque varias de sus canciones hablaban de la historia de Polonia. La canción de la camiseta trataba, claro, del Alzamiento de Varsovia en 1944: "Women, men and children fight, they were dying side by side. And the blood they shed upon the streets was a sacrifice willingly paid", decía. Mi excompañero de piso insistía en ponérmelas una y otra vez, pensando quizá que así me gustaría más Polonia, hasta que le dije que no me gustaba mucho el heavy metal, y menos uno tan casposo y bélico como el de aquel grupo, y que lo único que conseguiría era lo contrario, que yo le cogiera tirria a Polonia, por mucho que me uniera al país, como mínimo, mi familia y mi lengua. Lógicamente, al final sólo terminé cogiéndole manía a mi compañero de piso.

Subimos a un tranvía que nos acercaba a Kazimierz, el barrio judío. Hans no se había olvidado de su historia de las colonias. El chaval rubio de la camiseta de Sabaton se llamaba Janek y era polaco. Lo relacionó con su excompañero de piso y lo aborreció al instante, aunque hizo lo que pudo para evitarlo. Hans dijo que, durante la conversación sobre el documental, Janek dijo que no comprendía cómo, después de haber sufrido tanto, los judíos tuvieron las fuerzas para organizar un estado, aunque quizá se estaban aprovechando de la situación para beneficio propio, y que estaba claro que las crisis afectan de forma diversa a cada individuo o comunidad y que algunos saben sacar partido de ellas mejor que otros. Janek no podía tener más de 18 años, pero su voz transmitía seguridad y energía, igual que sus azules ojos, afilados y transparentes como un carámbano: las guindas azules de su carisma, o sus faros. La intervención de Janek generó más debate del que Asia y Hans habían esperado y más del que habían logrado ellos mismos, pero se alegraron de que los chavales discutieran un poco. Hans no siguió la conversación, se quedó embobado hasta que Asia intervino: al parecer, alguien había dicho que los israelíes estaban tratando a los palestinos igual que Hitler los había tratado a ellos, con la única diferencia de que el Holocausto les había otorgado una impunidad de la que los nazis nunca disfrutaron. La discusión se descontroló, pero Asia levantó los brazos y empezó a mover las manos en círculos: era la señal acordada, poco a poco todos se callaron. Os agradezco este interesante debate, dijo Hans que dijo Asia, pero ya es hora de que conozcáis vuestras habitaciones y descanséis un poco. ¡Cenaremos en una hora!

Llegamos a Plac Nowy y nos sentamos en Alchemia con un par de cervezas. Era un día entre semana, no muy tarde, no había mucha gente ni en el bar ni por la calle, el ambiente ideal para seguir escuchando una historia:

—Aproveché aquella hora de descanso para ducharme y conectarme a Internet —continuó Hans—. Por suerte, aquella casa de colonias tenía conexión para alumnos y monitores. Después de hablar con mi familia y algunos amigos, me di cuenta de que tenía diez nuevas solicitudes de amistad en Facebook: las de Asia y los nueve alumnos de las colonias. No acepté ninguna, no me apetecía tener como amigos a todos los alumnos del campamento. Asia, sin embargo, me dijo durante la cena que los había agregado a todos: había que demostrar apertura y confianza en cada situación, sólo así se podía ejercer el rol de educador.

»Aquella noche, les habíamos preparado algunas actividades rompehielo en el comedor, para que se conocieran mejor. Lo único mínimamente relacionado con el tema de las colonias era la primera pregunta: ¿por qué os habéis apuntado al campamento de Oświęcim? Porque nuestros padres quisieron, porque estaba castigada, porque eran baratas, porque mi amigo se había apuntado. Janek, que se había cambiado la camiseta de Sabaton, era de los pocos realmente interesados: hay que mantener cerca a tus amigos, pero aún más a los enemigos, dijo orgulloso. Aquella frase, pronunciada por el carismático Janek, despertó la aprobación de los demás, que hasta entonces no parecían muy entusiasmados por las colonias. Yo, no sé muy bien por qué, no me la tragué ni logré contenerme: me levanté y le dije: ¿eso no es una frase de Spiderman?, creo que se la dijo su tío Ben a Peter Parker. A lo que él contestó: probablemente Stan Lee se la copiaría a Sun Tzu, que la dijo en El arte de la guerra. Jodido Janek, pensé, me intenta quitar autoridad con citas de más autoridad y antigüedad. A Asia no le hizo mucha gracia mi ataque repentino, ni cómo me contestó y humilló Janek, así que zanjó la discusión: chicos, esta frase es muy interesante, pero la original no es ni de Spiderman ni de El arte de la guerra: se la dijo su padre a Michael Corleone en El padrino. Además, continuó Asia, lo importante aquí es que, como dice Janek, somos un grupo de amigos estudiando a nuestros enemigos. Así es, dijimos Janek y yo, observándonos risueños. Pero dejemos de lado el Holocausto y el nazismo, esta noche tenemos que conocernos, dijo Asia, mirándome. Había que crear buen ambiente, así que pusimos algo de música mientras dividimos el grupo en dos: Asia se quedó con uno y yo con el otro, y continuamos charlando y haciendo alguna actividad muy relajada. Ella tenía a Janek, ya habría intuido que a mí no me gustaba mucho. En algún momento de la noche, Asia levantó los brazos y empezó a mover las manos en círculos.

Hans se levantó de la silla. No había acabado la historia, ni mucho menos, pero tenía que ir al baño. Regresó con un par de cervezas más. Lo miré un poco enfadado: tocaba cambiar de bar.

—No seas tan pesado, yendo de bar en bar todo el día —me dijo Hans—. Vamos a quedarnos aquí un rato y acabo de contarte la historia de una vez. Como te decía, Asia había dado la señal de silencio. Mi grupo se calló y se giró hacia ella. Yo pensaba que daría por concluida la noche. Pero, en cambio, dijo: en mi grupo, alguien ha hecho un comentario que merece nuestra atención. Ese alguien ha dicho que recompensar a una empresa por contratar a minusválidos es lo mismo que hacía Hitler, sólo que al revés. Supongo que todos sabéis lo que es la discriminación positiva, ¿verdad? No vamos a comentarla ahora, lo interesante aquí es la Ley de Godwin. ¿Alguien la conoce?, preguntó Asia. Yo, claro, no tenía ni idea, pero me puse a su lado e interrogué con mirada inquisidora a los alumnos. Sus miradas y su silencio manifestaban a la vez ignorancia e interés: Asia sabía lo que hacía.

»Antes de que decayera la atención, continuó: la Ley de Godwin dice que a medida que una discusión avanza, la probabilidad de que aparezca una comparación con los nazis o Hitler aumenta exponencialmente. Lo malo del asunto es hacer una comparación fuera de lugar sólo para denigrar la opinión del contrario, en este caso, la discriminación positiva. La Ley de Godwin dice también que el tertuliano que mencione innecesariamente a Hitler o el nazismo perderá inmediatamente la discusión. Esta ley debe concienciarnos, dijo Asia, debe abrirnos los ojos y recordarnos que el nazismo fue algo muy serio, una desgracia a nivel mundial, y que no es un asunto que se pueda tratar de forma banal. Recordad, chicos, la lección de la Ley de Godwin: no uséis el nombre de Hitler en vano. Dicho esto, se ha acabado por hoy nuestra discusión. Buenas noches, dijo Asia, y se retiró. Los demás nos quedamos en el comedor un poco sorprendidos. Poco a poco se fue vaciando, yo también me fui a dormir.

»El día siguiente transcurrió sin incidentes. Pero el tercer día Janek dijo que no se encontraba bien, que tenía un dolor de muela horrible. No quiso ir de excursión con los demás, ni que llamáramos a sus padres, ni que lo lleváramos al médico; sólo necesitaba quedarse en la casa de colonias descansando. Me tocó un poco las narices, porque tuve que quedarme con él: Asia mandaba y quería, además, que Janek y yo nos aviniéramos. Ella y los demás siguieron con el plan acordado, una salida a Cracovia para visitar el Nuevo Cementerio Judío y la Fábrica de Schindler. Si no hubiera sido por Janek, nos podríamos haber visto antes, ¡quizá incluso habría conocido a Giovanni! Janek pasó casi toda la mañana en su habitación, yo fui a verle sólo un par de veces. No parecía que se encontrara muy mal, la verdad; más bien parecía que no tenía ganas de encontrarse conmigo. Aproveché para vaguear un poco, a los alemanes a veces también nos apetece, ¿sabes?

Esta vez fui yo quien tenía que ir al baño. Al regresar, cambiamos de bar: Esze, no muy lejos de allí, fue mi elección. Pedimos un par de Soplica orzechowa z mlekiem (leche y vodka con sabor a avellana) para recordar los buenos tiempos del Erasmus. Hans dijo que aquel mismo día, cuando los demás habían regresado de Cracovia, Janek tuvo una fuerte discusión con su compañero de habitación, un ucraniano. Hans lo sorprendió cuando iba a comprobar qué tal se encontraba de la muela. Le estaba gritando al ucraniano que era un guarro, que tenía la habitación hecha unos zorros y que estaba ya hasta los huevos de él y de Ucrania, pero este no se enteró de mucho porque se lo dijo en polaco. Cuando se giró y vio a Hans le dijo, todavía en polaco, que los ucranianos eran una lacra histórica y que se merecían todo lo que Rusia les quisiera hacer.

—Me quedé de piedra, sin saber qué decir —dijo Hans, estrenando su vodka—. El compañero de habitación nos miraba un poco extrañado, no había entendido lo que le había dicho pero intuía que no era muy bueno. Por suerte, Asia pasaba por allí y nos llamó a todos a cenar. Cuando el ucraniano hubo salido, hablé con Janek a solas. Le dije en inglés que no estaba bien lo que había dicho y que tenía que disculparse, aunque no lo hubiera entendido. Me respondió en polaco, fijando en mí sus azules ojos, cortantes y diáfanos como un carámbano:

—¿No hemos venido a estas colonias a discutir, a expresar nuestra opinión y a respetar la de los demás? Pues eso es lo que he hecho y espero que hagas lo mismo: soy libre de expresar mi opinión, como tú y como el ucraniano. Otra cosa es que no os guste. Como dijo George Orwell, "Si la libertad significa algo, será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente aquello que no quiere oír". Pero si no te gusta lo que digo e insistes en coartar mi libertad de expresión, siempre puedo hablar con Asia.

—Dicho esto, se dio la vuelta y se fue a cenar —dijo Hans.

Hizo una pausa, no sé si teatral o para coger aire. Apuré mi vaso, lo miré en ademán de cambiar de bar y me levanté. Cansados ya de ambientes más o menos bohemios o elegantes, fuimos a Pijalnia. Pedimos dos chupitos de vodka, dos cervezas y dos żurek, una sopa polaca con huevos, patatas y salchichas flotando.

—Aquella misma noche hablé con Asia. Me dijo que me tranquilizara y que examinara la situación: ¿acaso no era aquello, respetar la opinión ajena, lo que queríamos enseñarles a los chicos? No sabíamos cómo había empezado la discusión, así que no podíamos juzgarlo. Añadió que quizá todo había sido un malentendido lingüístico: a fin de cuentas, el polaco no era mi lengua materna. O tal vez era una rabieta causada por el dolor de muela de Janek o por algo que le había dicho o hecho el ucraniano. Además, me dijo Asia, reconoce que Janek no te cae muy bien; a mí, en cambio, me parece un chico muy inteligente y despierto, con las ideas muy claras y una capacidad para comunicarse con los demás envidiable; recuerda lo que dijo el otro día: hay que mantener cerca a tus amigos, pero aún más a los enemigos. En fin, lo mejor era dejarlo correr, mañana sería otro día. Le hice caso: Asia les puso una película y yo me fui a mi habitación; estuve un rato chateando, navegando por Internet, y me acosté sin ninguna preocupación.

»El día siguiente, el cuarto ya, transcurrió sin incidentes, al menos hasta la hora de cenar. Tan pedagógica y conciliadora como siempre, Asia había decidido desde el primer día que comeríamos los once en la misma mesa. Yo me sentaba a su lado; Janek estaba en el otro extremo de la mesa. Antes de empezar, se puso de pie y nos miró a Asia y a mí con sus azules ojos, aguzados y límpidos como un carámbano:

—Queridos compañeros, y ahora también comensales, espero que me permitáis expresarme libremente. Si le echáis un vistazo al plato que tenéis frente a vosotros quizá sólo veáis garbanzos con acelgas y zanahorias; de segundo, os lo adelanto, hay macarrones con salsa de champiñones. ¿No os parece sospechoso este menú? Quizá no: la finalidad de la manipulación es presentar la mentira como si fuera una certeza. Pero recordad lo que hemos comido este mediodía: ensalada verde y burritos vegetarianos. ¿Y ahora, qué? ¿Todavía no os parece sospechoso? A lo mejor no: la manipulación también suele disfrazarse de coincidencia azarosa. Pero sigo: hasta hoy habíamos tenido una dieta equilibrada, con verdura, carne, pescado, pasta, en fin, de todo. Pero uno de nosotros empezó no comiendo carne ni pescado; luego, se le prepararon platos especiales sólo para él, y hoy, ya sabéis lo que todos vamos a comer. Hemos pasado de una dieta omnívora y libre a otra dieta vegetariana y totalitaria. ¿Aún no os parece sospechoso? Tal vez no: la manipulación logra que quien destapa la escandalosa verdad sea llamado alborotador, loco, follonero. Pero, como dijo el poeta, "pues amarga la verdad quiero echarla de la boca": en estas colonias, queridos comensales, la mayoría omnívora tiene que adaptarse desde hoy a la minoría vegetariana. Se pretende que aprendamos a respetar la opinión de los demás pero se nos imponen otras opiniones sin consultárnoslas. Uno de nosotros es diferente, es vegetariano, e intenta cambiarnos, violar nuestra libertad de expresión. Las minorías siempre actúan así: consideran que sus diferencias les son impuestas por la mayoría, se muestran como víctimas para legitimizar su abyecto comportamiento. No debe temblarnos la mano al decir no: no queremos ser como vosotros, no proyectéis en nosotros vuestra debilidad, no abuséis de la benévola y maltrecha libertad. Muchas gracias por vuestra atención, disfrutad de esta comida con sabor a manipulación, a cobardía, a totalitarismo. Espero haberla aliñado con un poco de libertad de expresión.

—Mientras Janek acababa su discurso —dijo Hans—, abrió un salero y lo vació triunfalmente dentro de su plato. Sonrió y se fue del comedor sin decir nada más. Toda la mesa se quedó boquiabierta. Miramos al chico vegetariano, especialmente avergonzado. Ni siquiera Asia sabía cómo reaccionar. Aún sentado, les dije que no se preocuparan, que hablaría con él, seguramente todo aquello era un malentendido producto del dolor de muela.

De Pijalnia nos fuimos a Bania Luka, pero estaba abarrotado. Aquello trastocaba un poco mis planes, pero tomé una decisión rápida y fuimos a Singer. También estaba hasta arriba, literalmente: la gente bailaba incluso sobre las mesas, rozando las lámparas con las manos. Encontramos un hueco más o menos libre y a salvo de pisotones.

—Hacía un montón que no venía a Singer —le dije a Hans—. Ya no recordaba que la gente suele bailar sobre la mesa.

—Como puedes imaginar, aquella noche, después del monólogo de Janek, no tuvimos actividades conciliadoras —siguió contándome Hans—. Asia y yo hablamos con él. Nos recibió tan cordial como siempre. Insistió en que tan sólo había expresado su opinión. Y ¿acaso no era verdad que habéis cambiado el menú sin consultárnoslo, sin respetar nuestra opinión?, nos preguntó en polaco. Le dijimos que tenía razón, incluso nos disculpamos por ello, pero añadimos que no podía expresar unas opiniones tan fuertes sobre las minorías, y aún menos sobre sus compañeros. ¿No estábamos aquí para aprender a respetarnos?, preguntó Janek. ¿Por qué voy a callarme mi opinión, entonces? ¿Es que los demás no quieren respetarla? ¿Quién respetó mi derecho a no ser vegetariano? Era difícil razonar con él, tan tozudo pero tan respetuoso. Nos despedimos sin lograr que cambiara de parecer. Me acosté  un poco cansado.

»Asia me despertó a las siete de la mañana, una hora antes de lo acordado. Entró en mi habitación al abrir la puerta: llevaba aún el pijama y la melena un poco alborotada. Puso su portátil sobre mi mesa y lo encendió. Se la veía cansada, no había dormido mucho. Ven, mira, me dijo. Fue a la página de Facebook, entró en su perfil, abrió sus contactos, eligió el de Janek. Mira, mira, dijo, mira su perfil. ¿Es que no lo ves?, decía ella. Entonces señaló con el dedo algún punto de la lista de sus "likes". ¿Lo ves o no? Aquí, mira, aquí. ¿Pero tú sabes qué es el KNP? ¿El Congreso de la Nueva Derecha? ¿No te dice nada el nombre de Janusz Korwin-Mikke? Le volví a explicar que yo no era exactamente polaco, que había vivido toda mi vida en Berlín. Asia suspiró profundamente. Me enseñó sus fotos: Janek en una contramanifestación el Día del Orgullo Gay, Janek en una manifestación contra grupos ecologistas, Janek en otra contra la UE y en otra contra la inmigración y contra el matrimonio gay y el aborto... Pero no pienses que no está a favor de nada, mira estas: Janek encabezando una manifestación a favor de la disolución del Estado del Bienestar, en otra a favor de la reducción de impuestos, a favor de las privatizaciones... Con las fotos, empecé a entender. Asia me dijo que el KNP es un partido político polaco, conservador moralmente y libertario económicamente. Su líder, Korwin-Mikke, es muy controvertido; dijo, por ejemplo, que las mujeres no deberían votar, que la diferencia entre violación y sexo consentido es muy sutil, o que no hay pruebas de que Hitler estuviera al tanto del Holocausto. Además, el KNP acaba de obtener cuatro escaños en el Parlamento Europeo, pese a ser euroescéptico. Pues Janek es miembro de su sección juvenil, continuó Asia, y ya ves que es bastante activo.

—Bueno, Janek no os mintió —le dije a Hans—. Sólo dijo que hay que mantener cerca a tus amigos, pero aún más a los enemigos, ¿no?

—Ya. Lo que más nos jodió fue eso mismo: que se hubiera reído de nosotros —siguió Hans—. Asia decidió que seguiríamos con el campamento como si no pasara nada, intentando evitar cualquier problema con Hans. Al día siguiente teníamos otra salida, esta vez a Auschwitz. No la suspendimos, pensando que Janek volvería a excusarse con su dolor de muela. Nos equivocamos: fue el chico vegetariano el que se dijo que encontraba mal. Le dolía la barriga, como podría haberle dolido una muela. No nos fiábamos ni un pelo de Janek, así que dejamos solo al vegetariano en la casa de colonias, bueno, con otro grupo que se hospedaba allí.

—Ahora llega lo interesante: Janek en Auschwitz —lo interrumpí y aprovechamos para salir de Singer. Cruzamos el Vístula por un refrescante puente y nos metimos en Drukarnia: dos vodkas y dos cervezas—. ¿Hizo apología del nazismo frente a todos los visitantes? ¿Atacó a los judíos y al resto de las víctimas? ¿Intentó negar la Solución final? ¿Acosó a los otros turistas? ¿Pintó grafitis ofensivos en las paredes de la cámara de gas? ¿Trazó esvásticas en el suelo?

—Nada de eso —me cortó Hans—. Sorprendentemente, no hubo ningún incidente en el campo de concentración. La visita guiada, que duró cinco o seis horas, marchó con normalidad. Primero fuimos a Auschwitz y luego a Birkenau. Janek se mostró tan respetuoso o desinteresado como el resto de sus compañeros. Pero Asia y yo sabíamos que aquello estaba a punto de estallar de nuevo. Aquello era un grano de pus enorme, un forúnculo-iceberg que aún no se había vaciado del todo.

»El géiser de pus volvió a supurar durante la noche. Les pusimos una película de Agnieszka Holland, Europa Europa. ¿La has visto? Está basada en la autobiografía de Solomon Perel, un judío que sobrevivió al Holocausto en Alemania. ¿No la conoces? El protagonista y su familia abandonan Alemania cuando estalla la Noche de los cristales rotos. Van a Łódź, Polonia, pero allí los coge la invasión nazi. Solomon y su hermano huyen hacia el Este del país, pero entonces la Unión Soviética invade su trozo del pastel. El protagonista se queda solo con los soviéticos por un par de años, hasta que los nazis inician la Operación Barbarroja. Entonces Solomon es capturado por los nazis, pero se hace pasar por alemán para evitar el campo de concentración. Los nazis se lo tragan y lo admiten en su ejército, al que sirve gracias a sus dotes lingüísticas: habla, entre otros idiomas, ruso. Uno de los oficiales decide adopatarlo y llevarlo a Berlín. De nuevo en Alemania, ingresa en una escuela de élite de las juventudes hitlerianas, donde todavía tiene que pretender más. Uno de los temas de la película es, pues, el falseamiento de la identidad para sobrevivir. No acaba aquí, pero tampoco quiero hacerte más spoilers. De todos modos, nosotros no llegamos tan lejos: nos quedamos en la secuencia anterior, cuando Solomon es parte del ejército nazi. Allí, otro soldado descubre su identidad secreta: mientras el protagonista está bañándose teóricamente en solitario, su compañero ve que está circuncidado. Pero lo interesante del asunto es que el otro soldado es homosexual: por eso había querido sorprenderlo en paños menores. Ambos se ven obligados a conservar el peligroso secreto del otro, cosa que refuerza su amistad. Pero esta no dura mucho, porque el amigo de Solomon muere en el campo de batalla. En fin, en este momento de la película Janek se levantó de la silla. Vi su cogote y supe que era el fin de las colonias, anticipado como el de la película:

—Se lo merece —dijo Janek—. Me gusta esta película. Los que encubren a los judíos mentirosos reciben su castigo. Y más aún si son maricas. Todos somos libres de hacer lo que queramos con nuestros cuerpos, por supuesto. Pero ¿espiar e intentar abusar de un compañero? Por muy amigos que fueran, yo en el lugar de Solomon lo habría matado en el acto. El que no respeta la libertad no respeta la vida, ergo tampoco la merece. El maricón, al paredón.

—Ahí fue cuando empezó a salir todo el pus —dijo Hans—. Litros y litros de pus. Una chica se levantó y lo llamó antisemita, homófobo, nacionalsocialista de mierda. Janek se levantó y le dijo que respetara su libertad de su expresión y que recordara la Ley de Godwin: nada de mentar a los nazis sin venir a cuento. El de Janek no era un pus maloliente, sino educado, pulcro. La chica empezó a chillar: a la mierda Godwin, tú eres un nazi, un hijo de puta, cómo puedes pedir la muerte de una persona sólo por ser homosexual. Janek le contestó: no tergiverses mis palabras, el homosexual de la película debe morir porque intentó abusar de un amigo, no por ser homosexual; pero, ahora que lo dices, se puede elevar el dictamen a regla general: en mi opinión, dijo Janek, los homosexuales, igual que los judíos, deben ser erradicados. Quizá el sacrificio sea una solución excesiva, continuó Janek, y sean preferibles en primer lugar el internamiento, la expulsión, la conversión o la cura. El de Janek era un pus empaquetado dentro de un envoltorio rojo y dorado, oculto dentro de un delicioso, delicado bombón de chocolate y avellanas. La chica se puso a llorar y se abalanzó sobre Janek, que la sujetó muy tranquilo, exigiendo a la vez que se respetara su libertad de opinión. El pus educado, pulcro, empaquetado. La chica se desembarazó de Janek y salió de la habitación.

»Otro chico se levantó y le dijo a Janek que era un cabrón insensible. Era el ucraniano, su compañero de habitación. Ni Asia ni yo sabíamos qué hacer; pedimos calma un par de veces, pero no lográbamos imponernos. Otro chaval se levantó y le dijo a Janek que él era homosexual, que si pensaba internarlo, expulsarlo, convertirlo, curarlo o sacrificarlo; era el vegetariano. Al ver que Janek no respondía sino que sonreía, embistió contra él, pero logré sujetarlo. Lo insultó, le escupió, pero Janek no se movía, seguía sonriendo. Asia estaba de pie, pero inmóvil como los demás. Janek me miró con sus azules ojos, punzantes y claros como un carámbano, sin rastro de pus:

—Quitadme de encima a este... canalla, vegetariano y homosexual. Sacadlo de aquí, expulsadlo de las colonias. A él y a todos los que me han insultado. Los que no respetan la libertad no merecen estar entre nosotros. Alan Dershowitz, un jurista judío norteamericano, dijo que ser ofendido por la libertad de expresión nunca debería considerarse una justificación de la violencia. Espero que tú y Asia toméis cartas en el asunto. Nadie ha respetado mi libertad de opinión. He recibido tres ataques públicos, y otros privados que he preferido mantener en secreto. Todo porque defiendo mis ideas con convicción. Sólo se me puede acusar de haber interrumpido la película: sólo por esto pido perdón.

—Hablamos con él un poco más tarde, cuando la situación se hubo calmado —dijo Hans—. Le propusimos que abandonara las colonias, porque uno no podía expresar posturas cercanas al nazismo en aquel lugar. Janek no quiso, y añadió que él no era nazi: sólo un ignorante podía ser polaco y nazi al mismo tiempo, pero añadió que había que ser un ignorante para condenar toda la doctrina nazi. Además, dijo que eran los otros los que debían irse, que él había participado en otros campamentos de temática política y que nunca había tenido problemas. No insistimos. Hablamos con nuestro jefe, es decir, el organizador de las colonias; llamamos a los padres, les expusimos la situación y dos días después no quedaba nadie allí: todos se habían ido a sus casas. Bueno, debería decir hablé, llamé, expuse, porque Asia estaba fuera de juego desde la escena de Europa Europa, absolutamente derrotada. Fue bastante engorroso contarles la misma historia a todos los padres. Algunos se enfadaron y quisieron hablar con Janek, tuve que esconderlo porque insistió en ser el último en abandonar la casa. No bajó del burro en ningún momento, ni siquiera cuando hablamos a solas: él sólo había ejercido su libertad de expresión, en sintonía con la idiosincracia de las colonias, etc. Creo que no he conocido nunca a una persona tan inteligente y tan fuerte pero tan equivocada como él —dijo Hans, acabándose su cerveza—. Se fue solo en autobús; no llegamos a conocer a sus padres. Asia y yo tomamos el siguiente. Pues ahora ya sabes por qué estoy en Cracovia.

Llegamos andando a Plac Bohaterów Getta, la plaza de los héroes del gueto. La plaza fue convertida hace unos años en un memorial a las víctimas del gueto: unas 70 sillas de metal que simbolizan la ausencia de sus dueños. Estábamos bastante borrachos y cansados. No había nadie, ni un turista. Nos sentamos en dos sillas y disfrutamos de la tranquilidad de la noche sin decir nada más por un largo rato.

lunes, 11 de agosto de 2014

Me gusta: Museo de las relaciones rotas

Hace un año estuve por primera vez en Zagreb, pero fue una visita breve y nocturna: de ocho de la tarde a ocho de la mañana. Esta segunda vez he podido estar más tiempo y conocer la ciudad en profundidad y, sobre todo, de día. Las ventajas que da la luz solar son muchas: no sólo saber dónde pones los pies, sino también visitar tiendas, mercados, iglesias y, por qué no, museos. Así, tuve la oportunidad de conocer el extraño Museo de las relaciones rotas de Zagreb, que podría haber sido el título de una canción de Joaquín Sabina. Ahora, aprovecho para escribir esto y resucitar una sección que inauguré hace un año para hablar de los lugares que me gustan (la cual sólo tenía una triste y solitaria entrada).

La idea del Museo de las relaciones rotas (a partir de ahora, MRR) es sencilla y efectiva: expone breves textos escritos por personas que han pasado por una ruptura, acompañados de un objeto relacionado con la historia. El MRR fue inaugurado en 2010, pero su origen hace honor a su nombre y se remonta a una ruptura del año 2003. Una pareja de artistas que vivía en Zagreb, un escultor y una productora de cine, rompió. Por deformación profesional, ambos bromearon sobre la posibilidad de crear un museo con aquellas pertenencias personales que remitieran a su difunta relación, pero la cosa se quedó ahí. Sin embargo, entre broma y broma la verdad asoma: años más tarde, cuando, tal como exigen los tópicos amorosos, las heridas ya habían cicatrizado, decidieron llevar a cabo su idea. Les pidieron a sus amigos textos y objetos que hablaran de sus relaciones rotas. En 2006, presentaron la colección en Zagreb; en los próximos años, la exposición recorrió varios países, recaudando más objetos-textos hasta regresar a Croacia en 2010.

La motivación de los donantes no siempre es la misma, aunque en general puede deducirse de los textos y sus objetos: la simple y sana venganza, el arte terapéutico o el punto y final —o, a veces, el punto y seguido— del proceso de duelo. Las historias, pues, varían en extensión y en tono: de una frase demoledora a varias páginas serias, tristes o con sentido del humor, maduras o vengativas, tiernas o incluso pedagógicas. Los objetos están estrechamente relacionados con sus respectivos textos; de hecho, aunque cada pareja texto-objeto tiene su título, en realidad es el objeto el que adopta la función paratextual del título: introducir la historia, quizá darnos una pista para interpretarla o preverla, sorprender o despistar al lector. Como sucede al leer el título de un relato, una novela o una película, sólo viendo un objeto es difícil adivinar qué papel puede jugar en una ruptura amorosa. Por ejemplo, un ciempiés de peluche con varias patas rotas o una botella de agua bendita con la forma de la Virgen María.

A le regaló a B un ciempiés de peluche porque estaban en una relación a distancia: cada vez que se encontraran, romperían una pata; cuando no quedaran más, se casarían y vivirían juntos y serían felices y comerían perdices. Sólo siete u ocho patas del colorido bicho estaban rotas. 

X era un turista peruano que viajaba por Europa en verano; se enamoraron locamente en una discoteca y X pasó dos meses viviendo en la casa de Y. Como si adivinara la sencilla y efectiva idea del futuro MRR, X dejó a Y con una nota escrita y una botella de agua bendita con la forma de la Virgen María. En la nota, X se despedía trágicamente y también le decía que había traído esta botella-estatua de Perú para encontrar un nuevo amor. Lo que X no sabía es que unas semanas antes, por casualidad, Y había encontrado en su equipaje una bolsa llena de botellas-estatuas con la forma de la Virgen María.

En definitiva, el MRR funciona como una antología de relatos amorosos repartidos por varias salas en vez de páginas. Es interesante leerlos y ver cómo va reaccionando la gente: con risas, cuando la historia es burlona; con sonrisas, cuando está teñida de melancolía, o con la seriedad respetuosa propia de las iglesias, cuando es trágica. Pero el ambiente del museo no es el de la iglesia, sino el de la biblioteca o el cine: cuando a alguno de los visitantes le sonaba el móvil, los demás reaccionaban con las miradas, suspiros y chasquidos ofendidos típicos de aquellos lugares.

El Museo de las relaciones rotas es, pues, un lugar híbrido: entre antología de relatos, sala de lectura y, por supuesto, museo. El objeto vinculado al texto aleja el MRR del libro y lo acerca al museo: el objeto le confiere al texto el mismo estatus que tienen otras obras de arte como la pintura, la escultura y la arquitectura: lo hace singular e irrepetible. O, como diría Walter Benjamin, el objeto le otorga al texto un aura de irreproductibilidad —que, de paso, le permite estar dentro de un museo y no en una librería o biblioteca—. Por supuesto que se pueden reproducir los ciempiés de peluche y las botellas de agua bendita con la forma de la Virgen María: es el papel que esos objetos tuvieron en la ruptura amorosa lo que no se puede duplicar. Pero este valor, el aura de Benjamin, es intangible, proviene de una realidad ya pasada y sólo el texto puede confirmarlo. De hecho, sólo la sinergia objeto-texto genera el aura: sin el texto, el objeto no explica nada; sin el objeto, el texto es una ficción más. Cuando el lector-visitante ve el objeto y lee el texto, firma un pacto tácito con la obra expuesta, la tasa como algo único y real. En la tienda del MRR se puede comprar la versión en papel del museo, es decir, un libro con todos los textos e imágenes de sus correspondientes objetos. Por supuesto, el aura se diluye. En definitiva, el MRR es otra demostración de que el ser humano es un pésimo lector: el pacto de ficción que aceptamos al empezar una novela (o película) no es suficiente para nosotros, sino que necesitamos saber de algún modo que la historia está basada en hechos reales.

Pero los amantes de la literatura y el cine tenemos un consuelo: si la historia es mala o está mal contada, poco importa si es real o ficticia. Los visitantes del Museo de las relaciones rotas no tienen que preocuparse, porque por lo general todas las historias están bien contadas. Sólo dos o tres no merecen ser leídas —casualmente, las más adornadas—. Sin embargo, los donantes del MRR tuvieron la ventaja de que había pasado algún tiempo desde sus rupturas. Así, lo más probable es que hubieran podido asimilarlas mejor y las hubieran ensayado antes con sus amigos. Además, como dice Luis Landero en Entre líneas: el cuento o la vida, no hay mejor narrador que la memoria de uno mismo, alejada de las minucias y accidentes del presente:
"La vida, con su tiempo lento y a menudo vulgar, se nos antoja a veces una suma de peripecias irrelevantes. Pero si uno mira el pasado entonces advierte una trama de episodios significativos. La vida, de pronto, tiene un argumento, y se parece mucho a una novela: el tiempo gris ha desaparecido, o hace las veces de un hilo que uniese las perlas de nuestras mejores o más intensas experiencias. La vida, en el presente, es como un tapiz visto muy de cerca: no vemos sino las minucias y accidentes del entramado; cuando nos alejamos, distinguimos nítidamente sus figuras".