miércoles, 21 de octubre de 2015

El tiranosaurio

Antes de mi fugaz amistad con Eric el verano de 1999 o 2000, yo todavía era un niño gordo y friki. No demasiado gordo, la verdad, más bien gordito, aunque sí lo suficiente para no poner aquí mi foto, ahora, y para ser ignorado por las chicas e insultado por algunos chicos, entonces. Pero debo reconocer que esto era en parte culpa mía: de entre los tipos de gordos que un gordito como yo podía elegir ser, escogí el peor.

Podría haber decidido ser un gordo divertido: el que aplaca los insultos (gordo de mierda, zampabollos) con una broma y hace desternillarse a todo el mundo; sin embargo, no aprendí a reírme de mí mismo hasta más tarde, mucho después de haber conocido a Eric. O podría haber adoptado el rol del gordomudo: el que frente a los insultos (seboso, fatibomba, vacaburra) se queda en silencio; no obstante, mi joven yo gordito menospreciaba la pasividad. También podría haberme convertido en un gordo empollón: el que ignora los insultos (foca monje, bola de grasa, gordinflón, cachalote) enfrascándose en los estudios. Si rechacé estas máscaras gordas fue porque todas ellas aceptaban en mayor o menor medida la gordura —rectifico: aceptaban la gordura en mayor medida—; como yo me negaba a reconocerla, no podía ser sino un gordito resentido: el que contesta los insultos con más insultos.

Ni mi actitud ni mi aspecto me hacían un chico muy sociable, así que llenaba mi tiempo libre con diversas actividades de las llamadas frikis: videojuegos, cómics, juegos de rol y de mesa, libros, cartas y demás entretenimientos. En realidad más que frikis eran solitarias, aunque por definición popular un gordito solitario sólo puede ser un friki. Mi juego favorito era también el que más me avergonzaba: los muñecos.

Tenía muñecos de mis superhéroes preferidos (Spiderman, Son Goku, Batman, varios G.I. Joes, los X-Men, los Cuatro Fantásticos) y de sus correspondientes villanos (el Doctor Muerte, Magneto, el Duende Verde, Vegeta, Freezer, el Joker), pero también de héroes más humildes y anónimos (piratas, vaqueros, soldados) y alguno de héroes cotidianos (policías, bomberos, médicos). Con estos muñecos, creaba historias donde los enfrentaba en violentísimas peleas a muerte. No recuerdo por qué luchaban —¿por amor, por dinero, por venganza, qué importa?—, pero sus combates eran largos y crueles y acarreaban numerosas bajas. Los primeros en morir eran los policías y los bomberos, seguidos por los soldados; los que tenían nombre propio sobrevivían un poco más. Para darle más realismo y dramatismo al juego, les pintaba heridas y cicatrices a los muñecos, fueran buenos o malos; usaba un rotulador permanente rojo y otro negro. Como en los videojuegos y en las novelas de aventuras, después de vencer a diversos enemigos secundarios, el héroe principal, que solía variar en cada historia, debía hacer frente al malo malísimo, que siempre era el mismo: el tiranosaurio. El muñeco del tiranosaurio era más grande que el resto y, por tanto, más poderoso y malvado. Tras una ardua batalla, ayudado por diversos héroes que habían ido falleciendo, el bien se imponía sobre el mal. El panorama resultante era desolador: la alfombra de mi habitación estaba cubierta de cadáveres, incluido el del tiranosaurio. El héroe principal y yo teníamos más pintadas rojas y negras que nadie.

A pesar de estos juegos tan violentos, a mis doce o trece años yo aún era un niño. Creo que me aferraba a los muñecos porque representaban mi niñez, por eso me daba tanta vergüenza que los demás supieran qué hacía encerrado en mi habitación y hablando solo. Otros niños jugaban al fútbol o al baloncesto, molestaban a las chicas, se tiraban piedras o castañas pilongas, iban al cine, se la cascaban, empezaban a fumar a escondidas o robaban chucherías: estaban en un estadio de madurez superior al mío. Yo no era tonto, pero iba retrasado en comparación con el resto. Había descubierto la identidad de los Reyes Magos a la vez que mi hermana, tres años menor que yo; me llevó unas Navidades más asimilar que el Papá Noel y el Tió tampoco existían. Supongo que mis padres me apuntaron a un campamento de verano en 1999 o 2000 —les he preguntado pero no se ponen de acuerdo con la fecha exacta— para darle un último empujoncito a mi vieja infancia; o quizá sólo estaban hartos de tenerme en casa durante todo el mes de agosto.

Con doce o trece años, yo era el único de mi clase que aún no había ido nunca a unas colonias de verano, incluso mi hermana había asistido a varias. Y si mis padres no me hubieran inscrito a la fuerza probablemente ahora seguiría siendo un niño gordito y friki. No apreciaban que quizá la peculiaridad de mi adolescencia era que se trataba de una prolongación de la infancia. Me subieron a un autobús y se despidieron de mí como si me mandaran a la guerra.

Durante varias horas les guardé un rencor infinito, pero cuando me encontré entre los demás niños del campamento se me olvidó en seguida. Los monitores nos dividieron en grupos para que nos fuéramos conociendo. En el mío había dos chicos bastante más gordos que yo —un gordo divertido y un gordomudo—, lo cual me animó: en la pandilla de los gordos el gordito es el rey. También identifiqué rápidamente a un par o tres de matones en potencia, de los que me mantuve a una distancia intermedia, ni muy cerca ni muy lejos, para poderlos analizar e inventar un insulto adecuado a cada uno. Había chicas, pero en aquella época aún no me interesaban mucho —era un sentimiento recíproco—. Finalmente, detecté a un niño callado, más retraído y antisocial que yo y que el gordomudo juntos; nos dijo con un acento raro que se llamaba Eric. Volví a acordarme de mis padres: estaba seguro de que me habían enviado a un campamento de niños con problemas.

Todo fue bien —me junté con los gordos, no eché mucho de menos a mis padres, nadie se metió conmigo ni yo con nadie, me divertí bastante jugando y realizando varias actividades— hasta el tercer día. Después de hacer una excursión y de comer —y de esperar un buen rato para evitar los cortes de digestión—, los monitores nos dejaron bañar por primera vez en un río cercano. Los tres gordos nos quitamos la ropa apartados de los demás, hermanados en la vergüenza de nuestros pálidos y fofos michelines. Uno de los matones que había identificado el primer día se nos aproximó, seguido de dos chicos más. Era más alto que los demás y tenía las orejas de soplillo, la izquierda con un aro dorado; estaba tan flaco que se le marcaban todos los huesos y los músculos, como a mis superheroicos muñecos.

Insultó primero al gordomudo, el más gordo de los tres, y no dijo nada, ni él ni nadie. Luego insultó al gordo gracioso, que hizo una broma que no logró hacerme reír. A mí me llamó puto Oso Yogui, que era un insulto que ya había oído antes porque además de gordito era incipientemente peludo. Como siempre que me insultaban en la escuela, le contesté con toda la mala leche y creatividad de la que estaba capacitado, no en vano era un gordito resentido. Tras mi insulto, me solían llamar otra cosa, yo volvía a insultar a mi interlocutor y así sucesivamente, hasta que uno de los dos contendientes se cansaba e insultaba a otro que estuviera por allí cerca.

Así, después de que el abusón me llamara puto Oso Yogui, les pregunté a los que estaban a mi alrededor si alguien había traído un látigo para domar a aquel puto Dumbo; con las manos me puse las orejas de soplillo para asegurarme de que entendía el insulto. Logré que el gordomudo despegara los ojos del suelo a tiempo para ver cómo el puto Dumbo me daba un puñetazo en la barriga. Caí de rodillas al suelo y me dio una patada en el brazo.

Mientras vomitaba el bocadillo de tortilla que acababa de comer, me pregunté qué coño estaba pasando. ¿Por qué me estaba pegando aquel imbécil? Aquello no era lo habitual, él tenía que volver a insultarme y yo a él y nada más, nada de violencia. No entraba dentro de mis pronósticos que alguien me pudiera pegar por insultarlo, especialmente si antes me había llamado puto Oso Yogui. Para mí, dar un puñetazo era romper el contrato entre los que se insultan.

Cuando el matón se quedó tumbado boca abajo, el labio ensangrentado frente a mí, todavía entendí menos. Sobre mi vómito amarillento cayeron un par de gotitas de su sangre. Levanté los ojos y vi al niño de acento raro, Eric. Gritó algo que no logré comprender, pero que era tan terrible como su mirada colérica, y los dos que acompañaban a Dumbo salieron corriendo. El abusón se intentó poner de pie, pero Eric hizo un amago de puñetazo y aquel volvió a sentarse. En seguida llegaron los monitores y sujetaron a Eric.

Por la noche, el puto Dumbo se me acercó y me pidió perdón a regañadientes. Traté de localizar a mi protector, pero no lo encontraba. Uno de los monitores me dijo que estaba castigado en su habitación y que el día después llamarían a sus padres para que lo fueran a buscar. Le conté entonces todo lo que había pasado e intenté hacerle entender lo injusto que estaban siendo con él: al que tenían que expulsar, en todo caso, era al matón orejudo. Después de hablar con varios monitores e insitirles, tras pedirles al gordomudo y al gordo gracioso que también declararan en su defensa, conseguí que Eric se quedara en el campamento.

El cuarto día, abandoné el grupo de los gordos y Eric y yo estrenamos nuestra amistad en solitario. Le agradecí lo que había hecho por mí y le dije que antes de mi intervención los monitores querían mandarlo a casa. Le pregunté si era catalán o castellano o qué, porque su acento no me era nada familiar. Él me me echó una mirada colérica y me devolvió la pregunta: ¿y tú, de dónde eres? Le contesté que yo era catalán, o español, o español y catalán y/o viceversa, o ni catalán ni español sino una mezcla de ambos. (A los doce o trece años aún no era consciente de mis problemas de identidad nacional porque tenía otro problema más gordo.) A Eric le hizo gracia mi respuesta y me dijo que él también me iba a confesar algo:

—No soy ni español ni catalán, sino bosnio. Y en realidad no me llamo Eric sino Eris, como mi abuelo. Eris es un nombre bosnio, pero tampoco se lo digo a nadie. Me da vergüenza...

Eris me explicó que su familia había huido de la guerra y que habían decidido quedarse a vivir en España. Él no quería volver a Bosnia, porque justo entonces empezaba a tener algún amigo. Pensé en mis muñecos y las peleas que organizaba con ellos y me dieron más vergüenza que nunca. Aquel niño tan similar a mí, un poco más flaco y más o menos de mi altura, era más heroico que cualquiera de mis infantiles muñecos.

—No se lo digas a nadie, ¿eh? —me dijo; claro que no, le respondí.

Para los que como yo han nacido en los años ochenta, las Guerras de la Antigua Yugoslavia fueron una constante de nuestra infancia. Hubo otros acontecimientos importantes, pero no tan cercanos ni violentos como lo que sucedió en Croacia, Serbia y Bosnia y Herzegovina. Mi generación descubrió la crueldad y la barbarie con las imágenes de aquellas guerras: en la televisión desfilaron refugiados, muertos, heridos, soldados, disparos, bombardeos y misiles que nos provocaban espanto y fascinación al mismo tiempo. Algunas palabras, como Milošević y limpieza étnica, nos cagaban de miedo sin entender su significado.

Eris venía de allí, del horror televisado. Esto explicaba en parte por qué me sentía tan deslumbrado por él. Pero había un segundo factor personal que contribuía a generar el aura alrededor de Eris: mi tío había ido a Bosnia con los cascos azules. El hermano menor de mi padre, que era militar de carrera y había estado y estaría en otros conflictos, pasó una noche en nuestro piso de Girona antes de partir. Yo tendría siete u ocho años y todavía no era un gordito. Pero recuerdo que gracias a la tele aquel campo semántico ya me era familiar: Yugoslavia, Croacia, Bosnia, Serbia, etc., y sabía que estaba emparentado con palabras como guerra y matanza. Antes de irme a la cama, le pregunté a mi tío por qué se iba a aquella guerra en Bosnia. Me contestó que se había comprado un casco azul para conducir su moto y que al verlo por la calle lo habían metido en un autobús y reclutado a la fuerza. Yo sabía que me estaba tomando el pelo, así que le dije que no me lo creía. Él se puso serio y me dijo que era la verdad. También se llevan a los niños preguntones, añadió y empezó a hacerme cosquillas por preguntón. Así de bromista era él.

La amistad con Eris fue muy intensa, pero no recuerdo mucho, porque hace ya demasiado tiempo. Recuerdo que algún día le confesé que todavía jugaba con muñecos y que organizaba peleas entre ellos. Eris no se rio de mí, así que le mostré el Spiderman que había llevado al campamento. A mí también me gustan los muñecos, me dijo, aún juego en casa aunque no tengo muchos. Le regalé mi Spiderman, que estaba un poco pintarrajeado de negro. Son las cicatrices de las peleas, le expliqué.

Me quedó grabada una frase que Eris me dijo, la misma que les espetó a los amiguitos del puto Dumbo después de haberle arreado el puñetazo. Marš u pićku materinu! Que en bosnio significa "¡piérdete en el coño de tu madre!" o "¡que te jodan en el coño de tu madre!" o algo así. Marš u pićku materinu, Dumbo! Me enseñó otras palabrotas e insultos bosnios, pero los olvidé completamente. (Cuando más de diez años después conocí a Ivana, mi novia, una de las primeras cosas que le dije fue esto, marš u pićku materinu! Se partió de la risa: Ivana es croata. Le pedí más insultos y me refrescó la memoria: Eris ya me había enseñado a decir "jebo ti bog mater" (Dios se folla a tu madre) y "jebem ti mater u po groba" (me follo a tu madre en su tumba), entre otros.) Desde el campamento, los insultos en español me parecen cosa de niños. Cagarse en la madre no es nada, follársela en su propia tumba es mucho peor. A mí me fascinaron, pero Eris insistió: no uses estos insultos en las colonias, por favor, ni en español ni mucho menos en bosnio.

Pese a todo, nuestra amistad duraría irremediablemente lo mismo que el campamento de verano: un par de semanas. Entonces no teníamos ni móvil ni Facebook ni correo electrónico y yo vivía en otra ciudad, por lo que estábamos condenados a perder el contacto. Sin embargo, la última noche sucedería algo que arruinaría la relación antes de que lo hiciera la falta de comunicación.

Los monitores nos llevaron otra vez al río donde Eris había pegado al orejón y espantado a sus compinches. Hicimos una fogata, comimos, cantamos canciones, etcétera. Junto a la hoguera y rodeado de los dos gordos y algún otro chico, le conté a Eris que mi tío había ido a luchar a Bosnia. Supongo que quería compartir con él algo que nos uniera aún más, algo que sellara nuestra amistad; quizá también quería alardear de nuevo amigo frente a los demás. Estos prestaban atención a lo que explicaba, por lo que me animé. Les dije que mi tío había formado parte de los cascos azules y que había matado a muchos malos para liberar Bosnia. Alguien le preguntó a Eric si era verdad que él venía de Bosnia. Contesté yo por él:

—Sí, es verdad, es bosnio y viene de la guerra y sabe hablar bosnio y su nombre real es Eris, no Eric.

Eris se levantó y me echó una mirada colérica. Pensé que me pegaría un puñetazo, como al puto Dumbo.

—Cállate, catalán gordo de mierda, tú no sabes nada. Ni siquiera podrías señalar Bosnia en un mapa, zampabollos castellano. No tienes ni idea de lo que es la guerra, seboso de mierda. Sólo la has visto en la tele, desde tu sofá de fatibomba. Yo vi a mi abuelo muerto frente a mi casa, vacaburra, con un tiro en la cabeza, alguien le había disparado y lo había dejado allí tirado como un perro, foca monje, mi madre tuvo que fregar la sangre de la puerta y los escalones cubiertos de negro, porque la sangre no es roja sino negra, bola de grasa, no es como en los putos dibujos animados ni como en tus putos muñecos de gordinflón. Nunca logramos limpiarla del todo, pero qué importa, puto cachalote, si al final nos fuimos. Subimos a un autobús y no volvimos jamás. Ni siquiera cuando me di cuenta de que me había olvidado mi muñeco favorito: mi dinosaurio. Probablemente alguien le pegó un tiro y lo dejó en medio de la calle.

Eris se quedó callado pero seguía en tensión. En vez de pegarme un puñetazo, dijo marš u pićku materinu y tiró el muñeco de Spiderman al fuego. No logré que volviera a hablarme y los monitores me aconsejaron que lo dejara en paz.

Al bajar del autobús en Girona, mis padres me preguntaron si me lo había pasado bien. Ahora me han dicho que pensaban que estaba triste porque dejaba atrás a mis nuevos amigos; no iban muy desencaminados. Aquella primera noche en casa, me sentí diferente. Aquel gordito ya no era el mismo gordito.

Antes de acostarse, el gordito sacó de debajo de la cama el pequeño baúl donde guardaba los muñecos y cogió el tiranosaurio. Tenía algunas pintadas rojas y negras, pero no se veían mucho sobre la granosa piel marrón. El gordito jugueteó ensimismado con su tiranosaurio. Pasado un rato, se puso de pie, abrió la ventana y lo tiró afuera. Se asomó y se quedó mirándolo un buen rato. Desde el segundo piso se podía ver perfectamente: estaba en la acera y se le había roto una pata, pero había resistido bien la caída. La calle estaba desierta: ni coches ni personas, sólo un tiranosaurio. En algún momento de la noche, el gordito cerró la ventana y se fue a dormir.

Cuando despertó, el tiranosaurio ya no estaba allí.

lunes, 12 de octubre de 2015

Entrevista breve con Jonathon

Conocí a Jonathon este verano, antes de que tuviera sus cinco minutos de escasa gloria en Internet. Estábamos de viaje en Gdańsk con mi novia cuando nos lo presentaron. Recuerdo que insistió varias veces: me llamo Jonathon, con o, y no Jonathan. ¡Jonathon: on, on!

Un par de meses más tarde, a finales de septiembre, alguien compartió en Facebook una noticia de The Independent cuyo titular hablaba de un universitario británico que estudiaba en Londres pero vivía en Gdańsk, Polonia, porque era mucho más barato. La historia coincidía extrañamente con los planes que Jonathon me había revelado cuando nos conocimos, así que hice clic en el enlace. No había ninguna foto del susodicho estudiante; cuando escribí su nombre en el buscador, Jonathon, este no halló resultados. Sin embargo, sentí curiosidad por leer la noticia. Encontré el nombre del alumno británico en el tercer párrafo: Jonathan Davey, escrito con a: Jonathan. Era la misma historia que yo conocía: después de un viaje por Europa, un estudiante inglés de antropología había decidido vivir en Gdańsk porque era más barato que en Londres; el chico, de 23 años, volaba los miércoles al aeropuerto de Luton para asistir a sus tres días de clases y regresaba los viernes. Sólo entonces se me ocurrió buscarlo en Facebook; había un tal Jonathon Davey, con o, cuya foto de perfil mostraba a mi Jonathon. Estaba claro que el periodista de The Independent se había equivocado, así que busqué en Google: "Jonathon Davey Gdańsk". Voilà: había una noticia (de Russia Today) con el nombre bien escrito y una foto del Jonathon que yo había conocido en Gdańsk.


Quedé muy decepcionado cuando leí las dos noticias: mostraban sólo una parte, apenas la punta del iceberg, de la historia. Aquellos articulitos sólo le podían dar un par de minutos de gloria de segunda categoría. En cambio, la historia verdadera, la versión completa, le garantizarían la auténtica fama, la inmortalidad online. Pero The Independent RT habían echado a perder la oportunidad de Jonathon. También me molestó que ambos periódicos resaltaran el aspecto menos relevante de la noticia: los precios excesivos de los alquileres en Londres. ¿A quién le importa Londres? ¿A quién le importa que los jóvenes no puedan vivir allí? Al carajo los pisos de Londres, especialmente si detrás de aquella fachada había un relato mucho más suculento.

Yo no espero que mi relato, este texto, pueda resarcir a Jonathon de la fama que los periódicos le arrebataron, pero como mínimo su historia quedará fijada. Quien quiera podrá leerla. Antes de ponerme a escribir, decidí pedirle permiso a Jonathon. Sabía que no era necesario, pero siempre he sido muy precavido con lo que cuento por aquí. Era un sábado, por lo que supuse que Jonathon estaría en Gdańsk. No tardó mucho en aceptar mi solicitud de amistad. Me contestó en seguida: claro, adelante, pero escribe bien mi nombre.

* * *

Mi novia, Ivana, lleva cuatro años en Cracovia y yo, tres; era una vergüenza que aún no hubiéramos visitado Gdańsk. Por eso fuimos allí este verano. Nos hospedamos en casa de Ola, una chica polaca que nos acogía con Couchsurfing. Era la típica rubia espectacular polaca, pero con una mentalidad atípica: abierta, alocada, atea, feminista y liberal; llevaba media melena afeitada y tenía piercings y tatuajes, todo muy a juego con su personalidad. Nos cayó bien en seguida. Lamentó no poder mostrarnos la ciudad porque se iba a trabajar, pero añadió que nos podíamos ver por la noche para tomar algo. Gdańsk mejora por las noches, recuerdo que dijo, gracias a Jonathon; pero no le preguntamos de qué o quién estaba hablando. Simplemente acordamos un lugar y una hora para reunirnos y salimos a conocer la ciudad.

Paseamos por el centro histórico, repleto de arquitectura germanopolaca, subimos a la torre de la Basílica de Santa María y contemplamos una espectacular vista de la ciudad, tomamos una cerveza a la orilla del río Motława y llegamos hasta los astilleros, comimos un decepcionante marisco, probablemente congelado, visitamos el Museo de Solidarność, posamos junto a un fragmento del Muro de Berlín, cenamos en un restaurante mexicano con música en directo, etc.

Después de pasar el día deambulando por la ciudad, llegamos al bar que habíamos convenido como punto de encuentro. Cuando entramos, pillamos a Ola morreándose con un chico cuya mano derecha quedaba oculta bajo su falda. Se separaron al vernos, pero él dejó la mano allí unos segundos más, hasta que nos fue presentado: era Jonathon, su amigo inglés.

La apariencia de Jonathon era mucho más corriente que la de Ola: tejanos ni ajustados ni holgados, camisa verde a cuadros, ojos azules, pelo castaño corto; sólo destacaban sus finos labios —una línea recta, una ausencia— y sus gruesas gafas —portadoras de tendencias psicopáticas—. Pero a pesar de esto, el inglés era, como mínimo, tan excéntrico como su amiga polaca. Si midiéramos la excentricidad en relación a la nacionalidad de cada uno, los dos serían igual de excéntricos; en números absolutos, sin embargo, la excentricidad de Jonathon superaba con mucho la de Ola. Al lado de Jonathon, Ola era una aficionada. Por eso no necesitaba llamar la atención con su imagen: Jonathon era estrambótico más allá de sus pintas. Hasta que abría la boca, Jonathon era un tipo cualquiera.

Como un torrente, en seguida acaparó la conversación; no habló de sí mismo, pero tampoco se interesó por nosotros. En cuanto pude me escabullí y fui a pedir unas cervezas a la barra; Ivana se acercó poco después. Nos miramos y supimos que pensábamos lo mismo. Al regresar con las bebidas, se confirmó nuestra primera impresión: Jonathon no dejaba hablar y, cuando lo hacía, no escuchaba; efectivamente, habíamos topado con un pesado. Pero era un pesado muy inteligente y aún más mordaz, un pesado especial. Hablaba de cualquier tema con una ironía brutal: televisión o antropología, comida o literatura, no importaba. Pontificaba sobre política e historia como un catedrático de filosofía desengañado y lenguaraz. Recuerdo cómo definió a los compatriotas de su amiga Ola: se dice que los polacos son los franceses entre los eslavos, dijo, pero en realidad no "se dice", sino que lo dijo Nietzsche, añadió. (Yo estaba totalmente seguro de que se había inventado la cita. Sin embargo, al regresar a Cracovia no me costó mucho dar con ella, gracias a Google, en Ecce homo.) Jonathon destruía los argumentos de los demás con frases ingeniosas e incontestables. Eran balazos retóricos a bocajarro. Se mostraba especialmente duro con Ola: machaba sus opiniones con extrema dureza, la humilló varias veces delante de nosotros, aunque no era una chica ingenua ni tonta. Sin embargo, Ola lo escuchaba divagar —sobre Dostoievski, sobre disco polo, sobre la destrucción de Gdańsk en la Segunda Guerra Mundial, sobre Solidarność y Lech Wałęsa, sobre cómo les gustaba a las inglesas y a las polacas ser seducidas y folladas— con devoción cristiana. Lo que para mí e Ivana era un egocentrismo desmedido para ella era carisma puro. A pesar de todo, puedo decir orgulloso que no mordí el anzuelo: si no me hubiera contado su historia, seguiría pensando que Jonathon no era más que un pesado ingenioso.

El segundo día visitamos Sopot, una de las tres ciudades del Trójmiasto o Triciudad, formado por Sopot, Gdańsk y Gdynia; recuerdo el puerto y la playa, la estatua del funámbulo, la Casa Torcida, etc. De noche, Ivana se sintió mal del estómago y tuvo que quedarse en casa de Ola, que muy amablemente le hizo compañía. Ambas me instaron a que saliera con Jonathon a tomar unas cervezas; Ola propuso con sinceridad que tuviéramos una "noche de hombres" para que ellas pudieran pasar una "noche de mujeres", mientras que Ivana la secundaba porque sabía que a mí el inglés me caía fatal: tan sólo quería tomarme el pelo. Al final, no pude negarme y terminé yendo de bares con Jonathon. Aquella segunda noche fue cuando me reveló su historia.

La mañana siguiente, bastante resacoso, Ivana me despertó muy angustiada. Tenía que contarme algo que no podía aguardar. Por la noche, había estado conversando con Ola. Se aburrió bastante porque era monotemática: Jonathon esto, Jonathon lo otro, Jonathon hasta en la sopa. Este verano Jonathon había estado viajando por Europa; en su primer día en Gdańsk conoció a Ola, que se había enamorado perdidamente. Por desgracia para ella, su relación no era nada oficial ni duradero. Intentaba llevarlo con naturalidad, pero la verdad era que, junto a su amigo inglés, Ola se anulaba, hasta tal punto que le confesó a Ivana que tenía un miedo terrible de perderlo. Jonathon era muy independiente, no quería atarse, se quejaba la desesperada Ola. Ivana no sabía dónde meterse: no tanto por la incomodidad de que una desconocida se le estuviera abriendo completamente, como por la rabia y el asco que le estaba dando descubrir el auténtico carácter de Ola. Cuando Ivana iba a decirle que se quería acostar, Ola le dijo que sólo una cosa podría ayudarla a conquistar a Jonathon. Ivana de repente sintió curiosidad y le preguntó cuál era.

—Me dijo que Jonathon quiere hacer un trío con ella y otra chica —me dijo Ivana, indignada—. Pero lo peor era lo que me propuso después: la loca de Ola quería, seriamente, que yo hiciera un trío con ellos. ¡Yo, un trío con esos dos! Le dije que ni loca. No los tocaría ni con un palo. Si no fuera porque nos estamos hospedando en su casa, la habría mandado a la mierda. No me vuelvo a quedar sola con ella. Suerte que esta tarde ya nos vamos.

No me sorprendió lo que estaba oyendo. Al contrario: confirmaba lo que había descubierto la noche anterior, a solas con Jonathon, mientras Ivana estaba en casa con Ola.

En un bar lleno de turistas ingleses, nos emborrachamos bastante. Fue un alivio que Jonathon eligiera aquel lugar: no tuve que hablar mucho con él, pude conversar con otros clientes. De vez en cuando cruzaba un par de palabras de cortesía con él, pero pasamos casi toda la noche charlando con otras personas. Cuando el bar se había quedado casi vacío, me di cuenta de que Jonathon estaba solo al otro lado de la mesa. Me estaba mirando; le sonreí y él se sentó a mi lado. Empezó a hablarme en un tono diferente, mucho más serio.

—Sé que no te caigo bien —me dijo sonriendo pero sin arquear los labios—. Pero no pasa nada, lo entiendo. Los hombres no me suelen tragar: soy una competencia dura para los demás. Y no me vengas ahora con que tienes novia. El amor es un invento. Confía un poco en mí, déjame que te cuente mi historia. Ya verás como después te caeré mejor.

La historia de Jonathon no era la historia de un pesado borracho cualquiera. Tenía dos ingredientes principales: una fantasía de Jonathon y su afán investigador. Este verano había viajado por diversos países europeos: Alemania, República Checa, Austria, Eslovaquia y Polonia. En Polonia había encontrado lo que buscaba: el enigma de las mujeres polacas. Su afán investigador se puso en marcha impulsado por su fantasía. Las polacas eran bellas y fuertes como yeguas —como Ola—; sin embargo, la mayoría de ellas perdía su vigor al lado de los hombres —como Ola—. Entonces se fijó en los hombres polacos: no eran ni bellos ni fuertes, más bien eran asnos. Aquel desequilibro contrastaba con el poder que ellos ejercían sobre ellas. Jonathon no entendía por qué una yegua querría someterse a un asno. ¿Por qué se ataban así las polacas?

Un día, tomando un café en una terraza de Gdańsk, vio cómo un hombre con sombrero paseaba junto a su mujer, el brazo de él sobre los hombros de ella, se acercaban al coche, el esposo le abría la puerta del copiloto a la esposa y la hacía pasar. Entonces Jonathon observó un gesto revelador que había visto muchas veces en aquellos días: mientras la mujer se agachaba y entraba en el coche, el hombre del sombrero miraba a un lado y al otro, inspeccionando la calle. La mirada del hombre traslucía miedo, que se volvió a transformar en seguridad al entrar en el coche. En el cerebro de Jonathon se produjo un fogonazo: el amor no había sido inventado por las mujeres sino por los hombres.

En este punto de la historia, Jonathon se levantó y fue a buscar un par de cervezas más. Me acerqué a la barra —la yegua tras el asno, o viceversa—, incapaz de esperar a que siguiera su relato.

—En el ámbito científico, se piensa lo contrario de lo que yo acababa de descubrir en aquel gesto: que el amor lo inventaron las mujeres. Biológicamente, la mujer sólo puede tener una pareja: el guardián que la proteja mientras esté embarazada y que defienda asimismo a sus vástagos. La madre naturaleza sólo le dio a la mujer un útero. En cambio, el hombre está programado para tener más de una pareja: la madre naturaleza le dio cientos de miles de millones de espermatozoides que puede ir repartiendo por ahí sin miramientos. Hay que suponer que la organización social de los primeros hombres sería similar a la de los leones: en manadas, lideradas por un macho que se reproduciría con varias hembras y las protegería. Los antropólogos también suponemos que, en algún momento de la prehistoria, un hombre (Adán) se quedó junto a la mujer (Eva) que había dejado embarazada y no preñó a otras hembras de la manada. Cuando nació el primer hijo de Adán y Eva, también nació el amor y, de paso, su hermana gemela invisible: la monogamia. ¿Por qué se quedó Adán con Eva? ¿Por qué no siguió liderando su manada? Los antropólogos siempre hemos creído que fue por Eva, que ella inventó el amor. La mujer era la que necesitaba protección del hombre, por lo que era la más interesada en tener un guardia particular. En cambio al hombre le iba muy bien con varias mujeres. Por tanto, la retrógrada antropología le asignaba a la mujer el rol de creadora del amor (y de su hermana gemela invisible). Pero cuando vi a aquel hombre con sombrero sujetándole la puerta del coche a su esposa y mirando con pavor la calle, me di cuenta de que era al revés. En realidad había sido Adán quien lo había creado.

Quizá era porque estaba borracho, pero no entendía muy bien lo que quería decir Jonathon.

—Coño, es fácil —dijo—. Para ser macho alfa de una manada hay que luchar con otros machos. El ganador se queda con las hembras y debe protegerlas y preñarlas; el perdedor se jode. Según la antropología, la hembra querría más protección y buscaría a un macho alfa propio, incompartible: esto es el amor; a causa del amor, la manada quedaba reducida a dos componentes: el macho que protegía y preñaba a la hembra. Según la teoría que me reveló la mirada del hombre con sombrero, no eran las hembras sino los machos perdedores los que habrían inventado el amor y la versión reducida de la manada; así, se ahorraban la derrota y se aseguraban una hembra y una descendencia. ¿Lo entiendes? Fue un pacto de caballeros, un pacto de perdedores, para que cada uno tuviera paz y una mujer. A la mujer, por supuesto, nunca se le preguntó nada: se le contó el cuento del amor. La emancipación de la mujer confirma mi teoría: el macho se resiste a permitir que la hembra tenga libertad porque tiene miedo de quedarse sólo con sus miles de millones de espermatozoides.

Según Jonathon, aquello resolvía el enigma de las mujeres polacas. Si las bellas y fuertes yeguas estaban con asnos como el hombre del sombrero, era porque los asnos las mantenían a su lado con cuentos de amor. El catolicismo y el conservadurismo de Polonia alimentaban este discurso —o recurso—; por eso las polacas eran mujeres más sumisas que, por ejemplo, las inglesas. El afán investigador de Jonathon explicaba su motivación personal hasta este punto de la historia, pero entonces era relevado por una fantasía que tenía desde niño: tener dos mujeres al mismo tiempo. Así, su historia casi estaba completa.

—No se trata solamente de hacer un trío —me aclaró Jonathon—. Aunque por ahora a Ola le he contado esta patraña. Yo quiero formar una manada de un macho con dos hembras. Quiero tener dos novias con su consentimiento y sin convertirme al islam. ¿Por qué? Porque intento demostrar que el amor es una invención que somete a la mujer. Y porque quiero vivirlo, por supuesto: estoy mezclando placer y trabajo, por supuesto. Es un experimento y una experiencia.

»Mi plan es ambicioso; por eso lo he dividido en siete fases. De momento, estoy en la primera: tengo una novia en Londres (Lily) y a mi amiga Ola en Gdańsk, que pronto se convertirá en mi segunda novia. Gracias a esta fase, tendré dos relaciones amorosas monogámicas. Recuerda que la monogamia es la hermana gemela invisible del amor.

»La segunda fase empezará en septiembre: con la excusa de que los pisos londinenses son demasiado caros para un pobre estudiante de antropología como yo, viviré en ambas ciudades. Cada semana pasaré unos días en Londres yendo a clase y viendo a mi novia inglesa, Lily; los demás estaré en Gdańsk con la polaca, Ola. Con los precios de Polonia y de las compañías low cost, ahorraré dinero: es la coartada perfecta. Gracias a esta fase, mantendré dos relaciones amorosas monogámicas no solapadas.

»La tercera, un tanto peliaguda, consiste en organizar dos tríos: uno con Lily y otra chica cualquiera, en Inglaterra, y otro con Ola y otra chica cualquiera, en Polonia. Tendré que engatusarlas, por supuesto, pero cuando hace falta soy un experto en contar cuentos de amor. Les diré que el amor y el sexo son cosas distintas, que la madre naturaleza programó a los hombres para esparcir nuestros cientos de miles de millones de espermatozoides por el mundo, que nuestra relación se ha estancado y no quiero perderla, que somos jóvenes y debemos experimentar, etcétera, yo qué sé. Por suerte, ya hice un trío con Lily poco antes de empezar mi viaje, así que esta parte ya la tengo más o menos solucionada. En cambio, Ola será un poco más difícil de convencer, porque las mujeres polacas aún creen a pies juntillas en el cuento de la exclusividad sexual. Gracias a esta fase, comprobaré que mis parejas estén dispuestas a modificar el contrato de nuestras relaciones amorosas monogámicas.

»En la cuarta, organizaré un solo trío con los tres integrantes de la futura manada: Lily, Ola y yo. Nos encontraremos en Gdańsk o en Londres. Todavía no les diré que tengo una relación amorosa con cada una. Para evitar las sospechas, recurriré a un juego de roles: ellas serán prostitutas y yo las contrataré en la calle. El encuentro durará dos o tres horas, luego serán separadas. No las dejaré solas para que no descubran mi engaño. Gracias a esta fase, confirmaré que mis parejas son compatibles entre sí, aunque ya elegí a Ola con vistas a que se llevara bien con Lily.

»La quinta será la fase clave. Organizaré otro trío con Lily y Ola, pero en esta ocasión nos encontraremos en una ciudad neutra, quizá en la libidinosa Viena. Ninguna de las dos sabrá quién es el tercer componente del trío, por lo que después de volver a verse la sorpresa será enorme. Cuando les confiese que estoy enamorado de ambas y que quiero mantener una relación amorosa bigámica con ellas, les costará más huir escandalizadas por las calles de una ciudad desconocida como Viena. Será difícil persuadirlas, pero en ningún caso las forzaré: deben estar convencidas de que las quiero a las dos, de que mi amor es bífido pero auténtico. Beberemos y copularemos mucho, para asegurarnos de que la primera noche que pasemos juntos durmamos como bebés. Gracias a esta fase, combinaré mis dos relaciones amorosas monogámicas en una sola bigámica.

»En la sexta, viviremos los tres juntos. Probablemente en Polonia, porque es más barato, pero no en Gdańsk. Será mejor una ciudad donde nadie nos conozca, para evitar innecesarios conflictos ajenos a la manada. Gracias a esta fase, cumpliré mi fantasía infantil.

»En la séptima y última fase, les dejaré una nota en la mesilla y me largaré de allí mientras duerman. La manada quedará disuelta. Como habré documentado todo el proceso, quizá escriba un artículo científico. O quizá me quede las fotos para mí solo, ya veremos. ¿Qué te parece?

* * *

No sé por qué, pero no le conté a Ivana nada de esto hasta que estuvimos en el tren de regreso a Cracovia. Definitivamente, Jonathon está más loco que Ola, me dijo, aunque todo sea mentira o fruto de sus perturbadas fantasías. Yo pensaba, como ella, que todo era una enorme paja mental de Jonathon. Todavía en el tren, le hablé también de una novela del mexicano Guillermo Fadanelli: Malacara. El protagonista y narrador, Orlando Malacara, es un tipo del DF que tiene dos objetivos en la vida: matar a un hombre cualquiera y tener dos mujeres a la vez. Logra estar con dos mujeres, Rosalía y Camila, pero no simultánea sino consecutivamente. Es decir, que fracasa. Quizá para desquitarse, al final lleva a cabo el otro deseo. Esperemos que Jonathon no quiera matar a nadie, dijo Ivana. O que consiga convivir con Lily y con Ola, añadí yo.

Seguimos hablando de Jonathon como si fuera un personaje de ficción, un Malacara, hasta llegar a Cracovia. Pero cuando comprobé en Internet que la cita de Nietzsche sobre los polacos era auténtica, tuve la sensación de que quizá no me había tomado el pelo, de que era un loco que hablaba muy en serio. Sin embargo, pronto la rutina del trabajo nos engulló a mi y a esta historia. Hasta que leí la noticia en The Independent.

Por el chat de Facebook, Jonathon me resumió el desenlace de la historia. Había logrado llevar a cabo las dos primeras fases de su experimento: mantener una "relación amorosa monogámica" con cada chica, Ola en Gdańsk y Lily en Londres. Pero todo empezó a fallar en la tercera fase: surgió un imprevisto que lo aceleró todo. Su novia inglesa decidió visitarlo por sorpresa a Polonia, antes de que hubiera hecho su primer trío con la polaca. Jonathon tuvo que pasar directamente a la cuarta fase y organizar un trío con las dos novias, en un hotel de Gdańsk. Había preparado a Ola para aquello y sería el segundo trío con Lily, así que ambas terminaron aceptándolo. Cuando acabaron, las chicas quisieron quedarse en el hotel a pasar la noche. Entonces tuvo que saltar precipitadamente a la quinta fase y confesarles su amor bífido, sus planes de amor bigámico. Ola se indignó y se largó a su casa. Lily lo mandó a la mierda y Jonathon tuvo que buscarse otra habitación de hotel. Lo probó de nuevo al día siguiente, insistió varios más, pero no funcionó.

Jonathon grabó la sesión completa en vídeo, como parte de la documentación de su proyecto. Me mandó un par de fotos, pero me pidió que no las publicara; estuve de acuerdo con él, por supuesto.

—El experimento fracasó, pero como puedes ver el trío estuvo muy bien —me escribió Jonathon—. Aunque las chicas reaccionaron bastante mal, puedes imaginártelo; no estaban preparadas. He quedado varias veces con Lily, pero Ola no quiere saber nada de mí. No la culpo. Ahora estoy probando otros enfoques. Encontrar una pareja bisexual que me acepte dentro de su manada. O una chica que quiera formar una manada compuesta por tres miembros. La vida sigue, no podemos renunciar tan rápido a nuestros sueños.

Le deseé suerte. Sin duda, si alcanzaba sus sueños también lograría la merecida fama.