domingo, 17 de enero de 2016

Abecedario Orgasmus (K, L, M, N, O)

(Tercera parte del "Abecedario Orgasmus". La primera parte (perfiles A-E) la publiqué el lunes 04-01-2016; la segunda (perfiles F-J), el sábado 09-01-2016.)

Kasia era polaca, cursaba estudios culturales latinoamericanos y, como su mejor amiga Ania (polaca), estaba en la ESN. Pero, a diferencia de esta, a Kasia le encantaban los hispanoamericanos, especialmente los mexicanos. En Cracovia no eran tan abundantes como los europeos y ella no quería contentarse con españoles o portugueses —los polacos estaban aún más descartados—, porque nada podía igualarse al exotismo de ultramar, por lo que sus romances no eran muy frecuentes. Kasia se consideraba una romántica; Ania la llamaba, con cariño, mojigata reprimida. En la fiesta de cumpleaños de Enrique (español), Kasia siguió encantada la melodía de una ranchera hasta el comedor: Ángel Gabriel estaba cantando y tocando "Cielito lindo" sin que nadie le prestara mucha atención. Cuando levantó la mirada y encontró la de Kasia, se equivocó de acorde. Iba pulcramente vestido de negro, con una hebilla plateada del tamaño de un melón y unas botas peligrosamente picudas: era Antonio Banderas en Desperado, o al menos su versión duchada, planchada y con desodorante. Kasia se terminó de un trago su Acapulco de noche, se le acercó y le habló. Su intuición no se había equivocado: Ángel Gabriel era mexicano, muy mexicano. ¿Por qué eres tan mexicano?, le preguntó ella en un español imperfecto; él sonrió y le contestó con "Otra cosa" de Julieta Venegas. Como él pasaría poco tiempo en Cracovia, Kasia decidió que, aunque le pareciera un atropello amoroso, estaba justificado saltarse los protocolos de la seducción; en unos días, la mojigata reprimida dio con seguridad todos los pasos necesarios para conquistar el corazón del pseudomariachi guanajuatense. Estuvieron saliendo durante varios meses; todo iba fenomenal —se lo presentó a sus padres, viajaron por Polonia, empezaron a vivir juntos, hicieron planes para casarse y mudarse a Guanajuato—, pero un buen día Ángel Gabriel desapareció sin avisar ni dejar rastro. Sándor (húngaro), su mejor amigo, le explicó a la desolada novia que el guanajuatense había tenido que volver urgentemente a México porque su hermana había sido secuestrada por un cártel peligrosísimo. Kasia estuvo muy triste y lloró, lloró y lloró hasta encharcarse en lágrimas cual Aureliano Buendía. ¿Por qué, Dios o narco, por qué me has arrebatado al hombre perfecto? Aún no era consciente de ello, pero secretamente ya se enorgullecía: por fin estaba viviendo su propia telenovela.

Lea era croata, estudiaba un máster en literatura europea y tenía veintisiete años. A causa de su experiencia vital, sentía lástima y vergüenza ajena por los demás erasmus, tan desesperados a sus veintipocos por un pelín de sexo, de amor o de atención, como si en sus países no estuviera permitido acostarse con otros. Aunque Lea intentaba esconder estos pensamientos, sus compañeros percibían claramente su sentimiento de superioridad. Esta croata es una estrecha, decían de ella, envidia nuestra segunda adolescencia, blablabla la malfollada balcánica. Lea sólo podía sincerarse con Iva (checa), su mejor amiga, la única madura, la única con unas pocas tablas. Pero, no podía evitarlo, también le molestaban la felicidad y la fidelidad de Iva: ¿por qué no se tira a otro?, ¿cómo puede estar tan segura de que el eslovaco no le está poniendo los cuernos?, ¿por qué es tan empollona? Una noche la convenció para ir a una fiesta organizada por la comunidad de expatriados de Cracovia: venga, Iva, acompáñame, ¡las fiestas de erasmus son tan infantiles! Tras un escaneo riguroso de los inmigrantes presentes, Lea empezó a ligar con un parisiense elegante y culto que estaba en Cracovia para hacer contactos empresariales. El francés había estudiado literatura comparada y, pese a que no conocía a ninguno de los artistas (ex)yugoslavos de Lea —¿no sabes quién es Ivo Andrić?, ¿y Miroslav Krleža?, ¿Žižek tampoco?, ¿ni siquiera Kusturica?—, cuando él le habló de la necesidad de volver a leer a Marcel Proust, la tuvo en el bote. Se besaron mientras Iva charlaba aburrida con unos portugueses. Sin embargo, Bernard (francés) todavía no estaba muy seguro de su conquista croata: era demasiado culta y vestía barato pero con cierto gusto. En el lavabo, consultó la Wikipedia. Anda, se dijo, resulta que Croacia está en Europa pero no forma parte de la Unión Europea: ¡qué descubrimiento! Al acercarse a Lea ya se había decidido; sus sobrios pantalones A.P.C. apenas podían disimular la erección.

María era española (murciana), estudiaba geografía y tenía un novio esperándola en Murcia capital. Al principio todo fue bien: asistió a más fiestas que clases, pero logró mantenerse bastante fiel. Todo empezó a torcerse cuando conoció a Jacob, un canadiense mudito del que era imposible no enamorarse. Aunque ella le había intentado hablar en inglés, él le escribió en el móvil que su amor era tan fuerte que no necesitaban palabras para comunicarse (the love no need words). Y para follar está claro que no les hicieron falta. Cuando descubrió que Jacob le estaba poniendo los cuernos con varias, María le montó una terrible escena de celos. ¡Cállate, zorra!, le dijo el canadiense mudito en perfecto español, que tú también se los estás poniendo a tu novio. Después de explicarle que en realidad se llamaba Javier (español) y que era de Benicarló, echaron un polvo de despedida, mucho más insulso que los anteriores. Como no podía acudir a su novio ni a sus amigas de Murcia, la pobre murciana despechada se refugió en los brazos de otro erasmus: Xavier (español). Un observador externo habría dicho que el destino se estaba riendo en su puta cara, pero ella prefería pensar que sustituir un Javier por un Xavier era buena suerte. A pesar de que no lograba pronunciar bien la equis de su nombre —¿Savier?, ¿Ksavier?, ¿Chavier?—, aquel catalán era el amante perfecto: fiel, limpio y capaz de hablar español, con fuerte acento catalán pero cierta fluidez. Xavier sintió celos cuando Enrique (español), el compañero de piso de María, le pidió que simulara por una noche ser su novia frente a sus amigotes. No obstante, lo más difícil fue cuando el novio murciano visitó a María. La orquestación de la farsa fue perfecta: todos estaban avisados, nadie dijo nada, incluso Xavier se convirtió por unos días en el amigo gay de María. Pero aun así el novio murciano, que ya tenía una carrera universitaria, se notaba un poco los cuernos. En una fiesta Xavier intimó con el murciano y le dijo con sinceridad de borracho que no se preocupara, que él se la vigilaba. Más tarde, en la cama, el novio le contó a María la escena: ¡a ti seguro que no, pero a mí este catalufo maricón me quiere follar!

Nigul era estonio, estudiaba turismo y se trajo a Cracovia a su novia, Viltauté (lituana). No era la primera vez que hacían aquello: el curso 2011-2012 lo pasaron en Berlín, ella de Erasmus y él ocupándose de la casa; ahora le tocaba a la chica hacer de ama de casa. Nigul y Viltauté siempre habían sido una pareja muy salomónica. Desde que se conocieron, no vivían en sus respectivos países sino en el de en medio: Riga era el centro de su amor; cuando uno quería ver una peli y el otro follar, hacían las dos cosas a la vez; si uno prefería un kebab y el otro una pizza, primero comían uno y luego la otra, o directamente una pizzakebab; aunque ambos hablaban lituano y estonio perfectamente, se comunicaban en inglés; para decidir a dónde iban de viaje, cada vez elegía uno; en las vacaciones de navidad no visitaban a sus familias ni se quedaban en Letonia, sino que se iban a un país nuevo. La democrática rigurosidad también imperaba en la cama. Los días pares recibía uno y los impares la otra; el primer sábado del mes ella era la ama y él hacía de esclavo, mientras que el tercero intercambiaban los roles; también llevaban la cuenta de los orgasmos acumulados para no desequilibrar la balanza. De vez en cuando, sobre todo si sentían que se les apagaba la libido, invitaban a alguien a acostarse con ellos. Se lo intentaron explicar a Sándor (húngaro) cuando lo invitaron a su casa, pero no se lo creyó hasta que la pareja báltica lo empezó a besar y a desnudar.

Olga era rumana, estudiaba económicas y quería tener un novio de Erasmus. Sólo pido una relación normal, clamaba, una relación con fecha de caducidad pero normal, o sea, heterosexual, exclusiva y con algo de amor, ¿es esto mucho pedir? Parece que sí, porque no conoció a ningún chico dispuesto a firmar el contrato. Olga llevaba en uno de los dedos del pie un anillo con forma de flor; lo compró en Constanza, antes del Erasmus, y se lo entregaría al novio de Erasmus, cuando lo encontrara. No representaba su virginidad, porque mientras esperaba al elegido no rechazó unos cuantos ligues de una noche, pero estos sí rechazaron la proposición de Olga, así como el anillo del dedo del pie. Por fin, en una excursión a Częstochowa, conoció a Bernard (francés): elegante, pulcro, inteligente, parisiense; era el candidato perfecto. Después del coito inicial, Olga le regaló su anillo del dedo del pie; a él en seguida lo excitó: le encantó su olor a parmesano. Unas cópulas más tarde, ella le propuso que fuera su novio de Erasmus; él se rio y no volvió a verla, tampoco le devolvió la sortija. Kasia (polaca) le explicó que Bernard era un guarro y que sólo accedía a follar con chicas pobretonas, desarregladas y/o tercermundistas (según su baremo, por supuesto). Olga miró a su alrededor abatida: un español que folla sin hablar, una alemana que acaba de descubrir que es lesbiana, un portugués pajero, una española infiel, un putón polaco y otra polaca obsesionada con los mexicanos: ¿es que aquí no hay nadie normal?

sábado, 9 de enero de 2016

Abecedario Orgasmus (F, G, H, I, J)

(Continuación de "Abecedario Orgasmus (A, B, C, D, E)", publicado el lunes pasado, 04-01-2016.)

Faruk era turco, estudiaba ingeniería industrial y ganó por goleada el premio de Míster Erasmus 2012-2013. Las mujeres lo deseaban con fervor religioso: como un dios pagano, Faruk señalaba con el dedo y la elegida lo acompañaba a la cama. Sus compañeros de piso envidiaban el harén de Faruk; por su cuarto pasaban más nacionalidades que en una gala de Eurovisión. Pero como todo buen donjuán, en realidad Faruk era terrible y secretamente infeliz: por más que se esforzara, por muy fea que fuera la chica, el pobre diablo se corría siempre en unos segundos. Lo había probado todo, pero todo fracasaba; no había nada que hacer, sus fugaces cópulas no estaban a la altura de su belleza apolínea. La primera —y única— vez que se acostó con Ania (polaca), tuvo que mostrarle el preservativo lleno para que ella admitiera la verdad, más sorprendida que frustrada; aquel semidiós turco fue más rápido que el principiante polaco con quien perdió la virginidad. La vergonzosa eyaculación precoz persiguió a Faruk como a un apestado, de Istanbul a Cracovia, hasta que conoció a Courtney. Al desenmascarar a la irlandesa, Faruk pudo sincerarse, por fin. Con ella no tuvo que esforzarse ni avergonzarse más; Courtney no tuvo que simular más orgasmos. La compenetración era perfecta, incluso sin penetración. Pero cuando el novio de Courtney la visitó en Cracovia y descubrió el pastel, ella decidió volver humillada a Cork. Faruk, por su parte, volvió a la triste rutina de Míster Erasmus 2012-2013: su cama se convirtió de nuevo en un mestizaje de decepciones, un auténtico festival de Eurovisión.

Giulia era italiana, estudiaba enfermería y era más cristiana que una polaca devota. Pasó los primeros meses de su Erasmus recorriendo iglesias, sacándose fotos con las estatuas de Juan Pablo II y asistiendo a misas en un idioma que no lograba comprender; un sábado visitó la Virgen Negra de Częstochowa con un autobús organizado por la ESN. Si no fuera por el frío y la antipatía de las polacas, pensaba Giulia, aquel sería el país ideal. Una tarde en que charlaban sobre compromiso y futuros matrimonios frente a un té, sus amigas, casi tan castas y puras como ella, le hablaron de Téo (portugués): era un buen cristiano, lo vieron algún día en la iglesia y no se había follado a ninguna durante el Erasmus. Todas tenían novios estables en sus respectivos países —excepto Giulia, claro, más pía que ninguna—, por lo que ejercieron de celestinas. Parecían una tertulia de revolucionarias conspirando contra el estado, el sistema o la burguesía; no mecionaban a Stalin o a Kennedy, sino a Giulia y a Téo. Después de unas intensas semanas de té y maquinaciones, en la fiesta de Nochevieja, antes de cenar, estalló de súbito la Revolución de Octubre, cayó el Muro de Berlín, Gavrilo Princip asesinó al archiduque Francisco Fernando, etc. Estas mediocres metáforas históricas pretenden expresar que Giulia se metió en el lavabo y se folló a Téo. Fue un polvo rápido pero intenso, un fogonazo de lujuria. La italiana salió plisándose la falda; el portugués se quedó unos minutos sentado en la taza del váter. Después de medianoche, Giulia les confesó a sus amigas lo que había hecho: todas brindaron con champán. Sin embargo, no les dijo que no era la primera vez que perdía la virginidad; también se calló que llevaba exactamente 366 días de revirginización: 2012 fue año bisiesto. Se sentía un poco culpable, pero ¿qué es la salvación sin el pecado? Aquella noche del 1 de enero de 2013, Téo estuvo exultante; no podía imaginar que la primera proposición de año nuevo de Giulia era volver a revirginizarse. Si hubiera que comparar aquel polvo con un acontecimiento histórico, quizá lo más adecuado sería el 23-F.

Hanna era alemana, estudiaba teatro, ciencias políticas y estudios culturales orientales, todo a la vez, y todavía le quedaba tiempo para actuar, tener novio, salir, beber, el rollo de siempre. Además, en Berlín colaboraba con un CSO y una ONG y asistía a seminarios de budismo zen y a clases de introducción a la acupuntura. Cuando llegó a Cracovia, aunque no se saltaba ni una de sus clases y cada día salía y conocía gente nueva, sintió un vacío doloroso, un vértigo existencial inédito. Se apuntó a clases de yoga y de polaco, aprendió a cocinar y a tejer, incluso fue un par de veces de excursión con la infame ESN; pero nada ni nadie le devolvían el bienestar perdido. Unos días después del viaje a Częstochowa, mientras cenaba con Ania (polaca), dándole el segundo bocado a su hamburguesa vegana, Hanna no podía imaginar que sería aquella polaca teñida de negro, guapísima pero tontita, quien llenaría su vacío espiritual; el material se lo estaba llenando, mordisco a mordisco, la hamburguesa de tofu. En la cama de su habitación cracoviana, Ania le proporcionó un primer orgasmo delicioso, sanativo: Hanna se sintió fundirse con el universo, era una con el todo, especialmente con la juguetona lengua de Ania. Cuando despertó, le pareció que había resucitado. Por fin todo vuelve a tener sentido, pensó. Por la tarde, dejó a su novio por Skype. Las sábanas aún conservaban el aroma de Ania; tuvieron que pasar varios días para que desapareciera completamente. Pero, afortunadamente, Hanna no lograría deshacerse nunca de aquel fantástico olor: con cada nuevo orgasmo, su sistema olfativo se impregnaría otra vez de aquella mezcla de pepinillo en escabeche y falafel.

Iva era checa, estudiaba criminología y era la mejor alumna de su promoción. Dos semanas antes de ir a Cracovia, se enamoró: ni más ni menos que de un turista eslovaco. ¿Cómo se le ocurre a una checa enamorarse de un eslovaco?, se reían sus amigas. ¿Cómo se me ocurre enamorarme sin haber terminado la carrera?, se recriminaba Iva. Nadie tiene la respuesta: el laberinto del amor es así de intrincado; qué sencillo es, en comparación, el camino del sexo. En Cracovia, Iva no descuidó los estudios —siguió siendo la mejor estudiante— pero tampoco se enclaustró como una monja laica: salía a menudo, bebía y bailaba, viajó, hizo nuevas amistades, etc. No obstante, se mantuvo fiel a la ardorosa llama de su amor a distancia. Por suerte, pasó las Navidades con el eslovaco: fueron los mejores días de su Erasmus cracoviano —a pesar de estar en Bratislava— y el mejor sexo de su vida: buen sexo con amor, ¿qué más se puede pedir? De nuevo en Cracovia, continuó estudiando y rechazando a todos los candidatos, incluido el bello Faruk (turco), que no estaba acostumbrando a aquellos desplantes. Con sorna y envidia, la llamaban santa Iva; a Giulia (italiana) le molestaba no tener un mote así. Sus amigas —las checas y las de Cracovia— la animaban a que se olvidara del eslovaco, pero Iva no les hizo caso. Al acabar el Erasmus, Iva y su novio terminaron con la relación a distancia: se fueron a un pisito de Praga, donde todavía viven juntos. Creo que tienen un gato.

Javier era español (valenciano), estudiaba relaciones públicas y no hablaba ni pizca de inglés. Lo poco que sabía lo había sacado de estribillos de canciones pop y de películas porno. La tragedia de Javier era que, a diferencia de otros erasmus españoles, él quería intimar con extranjeras; la maldita barrera idiomática se lo impedía. Una noche, abatido y un poco borracho, siguió su instinto y llevó su carencia al paroxismo: eso es, sí, ligaré con extranjeras sin hablar ningún idioma, se dijo Javier, ni español ni pseudoinglés ni nada, me quedaré mudo como en una película de Buster Keaton. El primer sujeto en quien probó su estrategia, un par de chupitos más tarde, fue Daria (ucraniana). El experimento tuvo un éxito rotundo. La ucraniana, muy avispada, entendió desde el principio lo que pretendía aquel español apuesto y con barba de tres días: no era tímido ni tonto —no más que otros españoles—, sino que quería follar sin decir nada. ¿Qué más se le podía pedir a un español?, pensó Daria. Más que un experimento, fue una experiencia: la risa nerviosa les erizaba la piel y, dentro del piso de Daria, la caída de la ropa al suelo fue un estallido de gozo sonoro, las caricias y los jadeos sustituyeron las palabras guarras, el silencio aumentó la intensidad del resto de sentidos. Tuvo el primer orgasmo muy pronto y fue tan brutal que no le importó que Javier terminara en su boca —era la primera vez que probaba el semen—; aquel sabor la retuvo unos segundos en el paraíso; poco después, como una autómata del placer, se dejó desvirgar por detrás, guiada por el lenguaje corporal del mudito; ascendió unos peldaños más, hasta entonces también desconocidos, en la escala del goce. Al acabar, agotados e impresionados, no necesitaron —tampoco podían— hablar; la situación no se hizo rara, ni siquiera cuando desayunaron callados. Los días siguientes fueron perfectos; el único problema era contactar con Javier, pero la inteligente Daria halló en seguida una solución: se mandaban un mensaje con la hora exacta en que querían verse, así de sencillo; él solía llegar tarde, pero a ella no le importaba, la espera era parte del ritual. Repitieron muchas veces, pero Javier se cansó pronto y encontró otras voluntarias para seguir experimentando. Cuando días después se enteró por su amiga Ania (polaca) de que el silent fucker se había acostado con la misma Ania, Olga (rumana), Kasia (polaca), Yvonne (noruega) e incluso con María (española), a quien hizo creer que era canadiense y mudo, Daria no tuvo más remedio que desenterrar el odio que sentía por los españoles. Además de creídos, ignorantes, etnocéntricos y ruidosos eran unos putos cerdos; una versión bárbara de los franceses.

lunes, 4 de enero de 2016

Abecedario Orgasmus (A, B, C, D, E)

El curso 2012-2013, realicé un Erasmus en Cracovia. A continuación, ordenados alfabéticamente, los perfiles sexuales de algunos de mis compañeros de andanzas, mucho más interesantes que sus perfiles académicos o amorosos, aunque es inevitable que a veces se entrecrucen. Los nombres y las nacionalidades han sido modificados para no ofender a nadie; también se han alterado los hechos, para que nadie se aburra leyéndolos.

Ania era polaca, estudiaba periodismo y le apasionaba conocer gente nueva, sobre todo extranjeros, su especialidad eran los erasmus. Ella no era una erasmus, pero colaboraba con la ESN de Cracovia, la Erasmus Student Network. Allí conoció a Faruk (turco), a Javier (español), a Nigul (estonio) y a Sándor (húngaro), entre otros, aunque no en orden alfabético. Ania no le hacía ascos a ninguna nacionalidad porque le gustaba experimentar; no obstante, prefería a los europeos, sus favoritos eran los occidentales, su fetiche los mediterráneos. Desde que en una fiesta alguien descubrió a Ania de rodillas frente a la lavadora, haciéndole una enérgica mamada a Pio (italiano), que vibraba al ritmo del centrifugado y de las embestidas de la felatriz, la llamaron Centrifuania. Gracias a aquel mote, en aquella generación de erasmus le fue más fácil que nunca conocer chicos. Sin embargo, su gran trofeo fue Hanna (alemana).

Bernard era francés (parisiense), estudiaba literatura comparada y no soportaba la mediocridad. Vestía con elegancia y pulcritud extremas, bebía vinos franceses de más de 30€, no viajaba con transporte público ni aerolíneas low cost y sólo salía con chicas de nombres y apellidos múltiples (zapatos Christian Louboutin, bolsos Louis Vuitton, relojes Patek Philippe y demás parafernalia). La única excepción en su refinado estilo de vida —más bien una anomalía— se hallaba en el plano sexual: le atraía lo más bajo, no tanto lo humilde ni lo sencillo como lo sórdido. Justo antes del Erasmus, tenía una novia del distrito XVI, pero salpimentaba su vida sexual con encuentros moteleros, uno o dos por semana, con una basurera marsellesa. Durante su estancia en Cracovia, empezó a salir con la estilosa Yvonne (noruega), pero por su cama fueron pasando una checa, una húngara, una española, una portuguesa, una belga y una macedonia: todas pobretonas y desarregladas. No obstante, su mayor éxito erasmista, y el punto álgido de su carrera sexual, fue una indigente polaca, maloliente y desdentada. No puedo evitarlo, se justificaba Bernard frente a los que descubrían las opacas veredas de su lascivia, tengo una polla más caritativa que el papa.

Courtney era irlandesa, estudiaba derecho y había decidido no trabajar en toda su vida, ya que la vida había sido muy perra con ella. Antes del Erasmus nunca había tenido un orgasmo; tampoco lo tuvo durante ni lo tendría después. Pero eso no era óbice para simularlo frente a su novio, un irlandés pelirrojo, borracho y bonachón que vivía en Cork, y frente a los chicos con los que se acostó en Cracovia. Cuando Faruk (turco) descubrió que los fingía y los había fingido antes, le pidió que no se lo contara a nadie; a cambio, Courtney le ofreció hacerle una paja o mamada semanal hasta que terminara el semestre. Los miércoles por la tarde se convirtieron en el momento más placentero de Courtney: por fin podía dar placer sin necesidad de simularlo. En seguida hubo encuentros los martes, los jueves, los sábados, a todas horas y en cualquier parte. Unos lo llamarían amor; otros, simbiosis.

Daria era ucraniana, estudiaba biología y odiaba a los españoles. Todas sus amigas de Kiev le dijeron que en Cracovia había muchos españoles y que tenía que pescar a uno como fuera. Ella, por contra, no soportaba que fueran tan creídos, tan ignorantes y tan etnocéntricos, una versión bárbara de los franceses, pero sobre todos sus defectos no aguantaba que fueran tan ruidosos. Cuando subía al tranvía para ir a sus clases, se alejaba de los españoles sin verlos, como si fueran un foco infeccioso. Tuvo un par de ligues: Pio (italiano) y Sándor (húngaro), pero no fueron nada especial. En cambio, tras la primera noche con Javier (español), quedó enamorada hasta las trancas. El día siguiente, le escribió un correo electrónico a su mejor amiga contándoselo todo. Esta no se podía creer lo que Daria le decía: ¿aquella adolescente enamorada era Daria, su Daria? ¿Qué le había hecho ese español para cambiar tan radicalmente su opinión?

Enrique era español (andaluz), estudiaba economía y decidió ir de Erasmus para follar más que en toda su árida existencia pretérita. Se había informado bastante bien y había llegado a la conclusión de que Cracovia era la destinación ideal; mil veces les había contado a sus amigotes cuánto se hartaría a follar en Polonia, con cuántas nacionalidades y religiones diferentes. Sin embargo, la realidad fue más dura de lo que esperaba: el pobre Enrique no se comió un rosco. Lo intentó con españolas, con polacas, con checas, con rusas, con alemanas, con portuguesas, con francesas, con lituanas, con finlandesas, incluso con una catalana, pero nada. Tras dos meses de sequía, empezó a escribir un blog en el que relataba sus juergas cracovianas, plagadas de encuentros sexuales (imaginarios, claro). A pesar de que también estaba plagado de faltas de ortografía e incongruencias geográficas y culturales, las fantasías sexuales de Enrique eran tan detalladas, parecían tan reales, que todos sus amigos se las tragaron: Enrique era un pichabrava, un héroe de Charles Bukowski. Sin embargo, el pobre Enrique no calculó que sus amigos-lectores algún día lo visitarían a Cracovia, para verlo pero sobre todo en busca de una breve pero intensa aventura sexual como las suyas. Cuatro de ellos se instalaron por un fin de semana en la habitación de Enrique; casualmente o por desgracia, durante esos días sus múltiples novietas, follamigas y otras compañeras sexuales estaban ausentes u ocupadas. Cuando ya estaba a punto de confesar que todo había sido una gran mentira fruto de su aun mayor frustración, Enrique logró convencer a María (española), su compañera de piso y una de sus falsas parejas en el blog, de que simulara por una noche ser su ligue. Por los pelos, pero la fama de Enrique quedó intacta.

viernes, 1 de enero de 2016

The Best of 2015

Aprovechando que estoy pasando las vacaciones en Koprivnica (Croacia), aislado del mundo pero con Internet, escribo un resumen de las mejores lecturas de 2015. Aunque no soy muy amigo de las listas, tienen una ventaja innegable y definitiva: son fáciles de leer y de escribir, y ni a mí ni a ti nos apetece ahora mismo hacer grandes esfuerzos.

Así que aquí van los diez mejores libros que he leído este año. No están ordenados de ningún modo. Sobre todo son novelas y cuentos, pero también hay algo de ensayo y de crónica. Hay un guatemalteco, tres españoles (o catalanes), un mexicano catalán, una croata, un ruso americanizado, dos bosnios (uno americanizado) y un serbio. Escriben en español, en inglés, en bosnio y en serbio. Están clarísimos mis intereses, ¿no?


1. Eduardo Halfon, El boxeador polaco (2008).

Eduardo Halfon (Ciudad de Guatemala, 1971) es un guatemalteco con una identidad más bien compleja: de ascendencia judía, polaca y libanesa, además es ingeniero y profesor de literatura y escribe en español a pesar de que ha vivido casi toda su vida en EE.UU. Si esto no basta, en El boxeador polaco inaugura su proyecto literario de búsqueda de las propias raíces, empezando con el abuelo, un judío polaco que sobrevivió a Auschwitz. Aunque un par de cuentos son metaficcionales, la mayoría son más o menos autobiográficos, es decir, autoficcionales (protagonizados y relatados por el mismo Halfon, que ficcionaliza su vida). En ellos, el protagonista (Halfon) conoce a personajes un poco perdidos (Joe Krupp, un profesor experto en Mark Twain), marginados sociales (Juan Kalel, un estudiante y poeta brillante que debe abandonar los estudios) o tan desarraigados como él mismo (Milan, un pianista serbio y gitano). El estilo de Halfon es sobrio y ágil, con súbitos destellos poéticos. Otros de sus libros posteriores continúan algunos de los relatos de este libro: la historia de "Epístrofe" la desarrollará en La pirueta (2010), mientras que Monasterio (2014) es la versión extendida de "Fumata blanca".


2. Enrique Vila-Matas, París no se acaba nunca (2003).

Empezar a leer a Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) no es fácil: no sólo por la vastedad de su obra, sino porque su experimentalismo puede resultar excesivo. Sin embargo, París no se acaba nunca es una buena novela para iniciarse, puesto que contiene los ingredientes principales de su literatura sin empachar. Encontramos autoficción: Vila-Matas relata irónicamente sus años de formación en el París de los años setenta. Y hallamos metaficción y el universo literario vilamatiano ya desde el título, una vuelta de tuerca al París era una fiesta de Ernest Hemingway, una de las referencias principales de la novela, pero por sus páginas también desfilan Marguerite Duras, Georges Perec, Juan Marsé, Juan Benet, Eduardo Mendoza, Roland Barthes y otros habituales de la mitología del autor barcelonés.


3. Slavenka Drakulić, Café Europa: Life After Communism (1996). 

En estos ensayos, la croata Slavenka Drakulić (Rijeka, 1949) retrata cómo era —y en parte sigue siendo— la vida en los países socialistas tras la caída del Muro de Berlín; pero no se trata de meros ensayos políticos: a Drakulić le interesa más cómo vive la gente normal, aunque no por eso evita dar explicaciones históricopolíticas. En "A Smile in Sofia", por ejemplo, intenta entender por qué nadie sonríe en Bulgaria, problema que se podría extender a Polonia u otros países poscomunistas. Uno de los temas recurrentes es el sentimiento de inferioridad respecto a los occidentales que los polacos, yugoslavos, checoslovacos y demás comparten. Si algo me gusta de Drakulić —tuvo que exiliarse en los primeros años de la guerra—, es lo crítica que es con la Croacia contemporánea: la acusa de poca autocrítica hacia la época ustacha, de querer borrar de sopetón el pasado (el socialismo de Tito) y de no respetar las minorías étnicas (Istria) dentro de Croacia.


4. Vladimir Nabokov, Pnin (1957).

Sin ser tan rompedora como Pálido fuego ni tan escandalosa como Lolita, con Pnin Vladimir Nabokov (San Petersburgo, 1899-1977) logra una novela sólida, más tradicional y de un humor refinado, británico. El protagonista es Pnin, un excéntrico profesor de literatura de origen ruso que enseña en una universidad estadounidense, como el mismo Nabokov. Es un profesor de segunda clase, menospreciado por sus compañeros e inadaptado; el lector se reirá de él, pero también llegará a sentir compasión. Probablemente, Pnin fue el modelo de otros profesores fracasados como el Wilt de Tom Sharpe o el Stoner de John Williams. Como toda novela de campus, pues, Pnin critica la universidad, pero también la sociedad americana en su conjunto. La prosa de Nabokov es tersa y elegante, sin excesos, la envidia de cualquier escritor cuya lengua materna sea el inglés.


5. Miljenko Jergović, Sarajevo Marlboro (1994).

Tuve el placer de leer los cuentos de Miljenko Jergović (Sarajevo, 1966) este verano en Sarajevo, su ciudad natal y la que les sirve de escenario. Sin embargo, se pueden leer en cualquier lugar y transmiten la misma sensación de asfixia y derrota: Jergović los escribió en la Sarajevo sitiada por los serbios y los publicó antes de que terminara el asedio, y es precisamente la atmósfera de aquella ciudad-cárcel lo que marca las vidas de los personajes. El estilo es sencillo, sobrio, heredero de Raymond Carver; a veces parece que los cuentos no cuentan nada, todo queda soterrado en la antiépica característica del estadounidense. El héroe aquí no es el soldado, sino el ciudadano; por ejemplo, Mr. Ivo, el viejo que pacientemente les da agua de su pozo a todos los vecinos que suben la cuesta hasta su casa.


6. Javier Cercas, El impostor (2014).

La historia que relata Javier Cercas (Ibahernando, 1962) es conocida por todos: Enric Marco se hizo pasar por superviviente de un campo de concentración nazi, fue presidente de la Amical Mauthausen y dio numerosas charlas sobre sus falsas experiencias, hasta que en 2005 un historiador descubrió que todo era un fraude. Como en Soldados de Salamina y en Anatomía de un instante, Cercas parte de un relato real. En las tres novelas, que forman algo así como una trilogía de la historia española reciente —tres hitos y mitos—, encontramos ficción, ensayo y crónica en diferentes dosis: si en Soldados prevalecía la ficción y en Anatomía el ensayo, El impostor es sobre todo una crónica. La obra podría haber sido mucho más corta, mucho más documental, pero Cercas prefiere novelizarla, se mete en ella como un personaje, el investigador, y va desgranando poco a poco todas las mentiras de Marco, a la vez que reflexiona sobre ellas. Quizá esto sea un acierto, o quizá Cercas debería haberse quedado al margen.


7. Juan Marsé, La ronda del Guinardó (1984).

Esta novela corta contiene lo más característico de Juan Marsé (Barcelona, 1933) condensado, aunque el lenguaje es más depurado, más contenido, que en otras obras que le he leído. La acción de La ronda del Guinardó sucede durante un día de la Barcelona de posguerra: como en una tragedia griega, sus personajes descubrirán algo para lo que no están preparados. El protagonista es un detective que va a buscar a una adolescente que debe identificar el cadáver de su supuesto violador, pero esta se resiste y el policía la va acompañando por el Guinardó mientras realiza sus recados (y pecados). Este paseo o ronda le sirve a Marsé para presentar la sórdida Barcelona de los cuarenta, la represión sufrida por los catalanes y los demás derrotados, la violencia ejercida por el franquismo.


8. Aleksandar Hemon, The Question of Bruno (2000).

Junto a Eduardo Halfon, Aleksandar Hemon (Sarajevo, 1964) ha sido uno de los descubrimientos de este año. Como el pseudoguatemalteco, Hemon tiene una identidad compleja: nació en Sarajevo en una familia bosnia con raíces ucranianas, pero en 1992 la guerra con Serbia lo pilló en un viaje a los Estados Unidos, por lo que decidió exiliarse; al igual que Nabokov, con el tiempo adoptó el inglés como nueva lengua literaria, aunque ya había publicado algo en bosnio. Los relatos de The Question of Bruno, todos más o menos interconectados, son bastante autobiográficos, pero se alejan de El boxeador polaco: el narrador no siempre es Hemon, el estilo es más barroco, desenfadado y humorístico, y algunos experimentos lo acercan a David Foster Wallace y otros autores posmodernos. En "Exchange of Pleasant Words" Hemon cuenta la historia de su familia desde sus orígenes ucranianos, que culmina con la celebración de la Hemoniada, una reunión familiar. "The Life and Work of Alphonse Kauders" es lo que los Apocrifílicos llamarían una falsa biografía: el tal Alphonse Kauders habría conocido a Stalin, Hitler y Tito, habría escrito una enorme bibliografía sobre los bosques, etc. En "The Sorge Spy King" un niño (Hemon) cuenta la historia de su padre, detenido por conspirar contra Tito; el relato se bifurca: en las notas al pie de ciertas palabras clave, se cuenta la historia de Richard Sorge, el espía soviético que avisó a Stalin de la Operación Barbarroja de Hitler, pero aquel lo ignoró. El penúltimo texto es una novela corta, "Blind Jozef Pronek & Dead Souls", la vida de un inmigrante bosnio en Chicago, como el mismo Hemon; su primera novela, Nowhere Man, vuelve a contar la historia de Jozef Pronek.

9. Danilo Kiš, Una tumba para Boris Davidovich (1976).

Danilo Kiš (Subotica, 1935-1989) fue un autor serbio que escribía en serbio, hijo de un judío húngaro que murió en un campo de concentración nazi. Sin embargo, Una tumba para Boris Davidovich no critica la locura nazi sino la soviética: cada uno de los siete cuentos que lo componen es una biografía de un hombre que sufre las terribles consecuencias de las persecuciones ideológicas de la Unión Soviética. Los Apocrifílicos las llamarían falsas biografías: la alambicada prosa de Kiš está plagada de fechas, personajes históricos y documentos que sobrecargan de verosimilitud las atormentadas existencias de los protagonistas. Está claro que Jorge Luis Borges es una de las influencias de Kiš —aunque este es mucho más político que aquel—: cuando publicó este libro en Yugoslavia, fue acusado de escribir contra el régimen de Tito y de plagiar al decadente escritor argentino; también está claro que Kiš es una de las influencias de Aleksandar Hemon.


10. Jordi Soler, Los rojos de ultramar (2004).

Como Eduardo Halfon, Aleksandar Hemon y Danilo Kiš, el escritor mexicano Jordi Soler (La Portuguesa, 1963) tiene una identidad compleja: nació en México, en una familia de republicanos catalanes exiliados, por lo que escribe en español mexicano pero habla catalán. Los rojos de ultramar cuenta precisamente la historia de su abuelo, un catalán que tuvo que huir de Barcelona cuando las tropas franquistas estaban a punto de tomarla. La novela es parecida a Soldados de Salamina de Javier Cercas: Soler enrevista a su abuelo Arcadi e investiga su pasado familiar: primero en Barcelona, luego en el exilio francés, después en el campo de Argèles-sur-Mer, a continuación en México, donde se reunirá con su mujer y su hija y donde tiene algunos trabajos mal pagados y funda con otros catalanes la plantación de café de La Portuguesa. La vida en este microclima catalán en plena jungla mexicana parece sacada de Cien años de soledad o alguna otra novela del realismo mágico —los insectos y otros animales, la turbia vida de los criados—, pero la historia de Arcadi entronca con Cercas y la tradición de escritura de no ficción, a pesar de que es posible que Soler se conceda algunas licencias literarias.