jueves, 11 de febrero de 2016

The Best of January 2016

Aunque me gustaría poder escribir un relato al mes, me resulta casi imposible: no tengo bastante tiempo ni suficientes (¿buenas?) ideas. Claro que nadie me presiona para que escriba ni para que publique, ni una vez al mes ni ninguna, pero querría creer que con este blog me he impuesto cierta disciplina. Así que he decidido conformarme con escribir como mínimo una entrada mensual sobre libros: un texto que contenga las mejores lecturas del mes. Es decir, microrreseñas de dos, tres, cuatro obras o las que sean.

Ahí va, pues, lo mejor que he leído este enero de 2016.


1. Aleksandra Lun, Los palimpsestos (2015)

Aleksandra Lun (Gliwice, 1979) es una traductora polaca que vive en Bélgica. La principal peculiaridad de esta novela breve es la lengua en que fue escrita: Lun la compuso en español, no en polaco. Sin embargo, no se trata de una mera curiosidad lingüística, puesto que el rechazo de la lengua materna también define el argumento de la obra. El protagonista de Los palimpsestos es un escritor polaco homosexual, Czesław Przesnicki, que está ingresado en un manicomio por no escribir en polaco sino en antártico (sic). En este centro lo curarán —una doctora y un cura polaco que solo le habla en esta lengua— y además conocerá a otros que escribieron en lenguas ajenas —Conrad, Nabokov, Beckett, Cioran, Ionesco, Kosiński...—. Completan el cóctel literario de Los palimpsestos, por un lado, otras anécdotas de escritores al más puro Enrique Vila-Matas y, por el otro, un humor más o menos satírico (es especialmente divertida la crítica al socialismo polaco de antaño y al nacionalismo de hogaño, aunque podría haberse ensañado mucho más). No obstante, al llegar al final uno tiene cierta sensación de que todo esto le ha sabido a poco, no sé si por la brevedad de la obra —Lun podría haber incorporado más autores a su nómina, como Max Aub, Aleksandar Hemon, Milan Kundera, Jorge Semprún, Amin Maalouf, Najat El Hachmi, José María Blanco White, Junot Díaz, Rolando Hinojosa, Yann Martel, Jack Kerouac, etc.— o por la ligereza de los temas. A pesar de todo, la lectura merece la pena para los frikis de la literatura.


2. Mario Benedetti, Pedro y el Capitán (1979)

Antes de Pedro y el Capitán mi ignorancia benedettiana era considerable: solo había leído algunos poemas de amor y La tregua (una novela genial). Por suerte, un amigo me sacó un poco de ella recomendándome esta fantástica obra de teatro. La puesta en escena de Pedro y el Capitán es minimalista pero muy efectiva: los dos personajes del título están situados en una sala de interrogatorios, Pedro en una silla y el Capitán de pie; el Capitán interroga a Pedro para que delate a sus compañeros de la resistencia, pero no dice nada. En el escenario nunca hay violencia pero sí sus efectos en el prisionero, ya que antes de cada interrogatorio verbal se presupone la tortura física. Sin embargo, la impresión en el lector es grande, imagino que aún será más fuerte si eres espectador. Para Benedetti, la cuestión no es si merece la pena o no mantenerse callado y leal a la causa a cambio del dolor y de la muerte, sino y sobre todo que es la única opción. El torturado solo se puede salvar convirtiéndose en mártir.


3. Sara Mesa, Cicatriz (2015)

Suele haber demasiados intereses comerciales en las listas de lo mejor del año como para confiar en ellas, pero en el caso de Cicatriz parece que todas acertaron. La novela de Sara Mesa (Madrid, 1976) presenta a Sonia y a Knut, que se han conocido en un foro literario de internet; ella es una chica provinciana bastante convencional, mientras que él es un outsider muy peculiar: no quiere trabajar y roba de todo, especialmente libros. Así empieza su insólita relación: Knut le manda libros sisados, primero, luego perfumes y otros regalos también mangados, y a cambio no quiere sexo ni fotos desnudas, sino amistad, conversación, es decir, contacto online pero humano. Knut no es el típico pervertido ni un sádico de película, aunque es mucho más creíble e interesante que el Christian de Cincuenta sombras de Grey (o al menos eso me imagino). Knut es, en fin, un verdadero hallazgo. El estilo de Mesa, frío y directo, por momentos aséptico, contribuye a crear un clima de tensión más propio de un thriller que de una novela romántica. Evidentemente, el amor no es el tema de Cicatriz, tampoco el sexo, sino la dominación en las relaciones interpersonales.


4. Amin Maalouf, Identidades asesinas (1998)

En este ensayo, Amin Maalouf (Beirut, 1949) responde a una pregunta trampa: ¿por qué algunas identidades son violentas? Maalouf da ejemplos de diferentes etnias, culturas o religiones, pero la identidad asesina principal son obviamente los musulmanes. ¿Por qué hay terrorismo islámico y no cristiano o judío? Es difícil no caer en la tentación de decir que "el islam es intrínsecamente violento", como hacen muchos en la sobremesa. Por suerte, no es la respuesta de Maalouf; lo que dice es más complejo —a pesar de que el ensayo es muy asequible, casi divulgativo— e influye factores como la globalización, el colonialismo, la Guerra Fría, etc. Mahoma no nos explica el terrorismo islámico actual, viene a decir Maalouf. La guinda del pastel es la metáfora de la pantera: la identidad es como una pantera, porque puede ser domesticada o volverse extremadamente peligrosa, todo depende de cómo la tratemos. En fin, Identidades asesinas debería ser lectura obligatoria para los que condenan con tanta facilidad el islam y para los que tienen problemas separando el terrorismo de la religión.

domingo, 7 de febrero de 2016

Abecedario Orgasmus (P, Q, R, S, T)

(Cuarta entrega del "Abecedario Orgasmus". Es recomendable leer antes la primera, la segunda y la tercera.)

Pio era italiano, estudiaba relaciones públicas y, aunque había ido a Cracovia para pasarlo bien —y efectivamente se lo pasó requetebién con varias—, por algún motivo acabó enamorándose de Hanna (alemana). La primera vez que habló con ella, no intentó besarla; luego quiso en vano quitársela de la cabeza, incluso trató de fijarse en otras chicas, pero nada. Definitivamente se había encaprichado de aquella alemana tan vegetariana, tan feminista, tan alternativa, tan ecologista. Pio fue preparando el terreno —charlaban entre clase y clase, intentaba hacer amigos en común, chateaban por Facebook, iba a las fiestas a las que asistía ella— y en Nochevieja probó por fin a besarla; como si lo hubiera estado esperando, Hanna se zafó con soltura del italiano. Primera cobra. En la fiesta de cumpleaños de Enrique (español) la cortejó durante unas horas, más tarde en la discoteca bailaron bien arrimados, pero en el momento mágico ella dio una vuelta de bailarina experta y adiós, muy buenas. Segunda cobra. En el viaje en bus a Częstochowa se sentó a su lado para que pudieran hablar, incluso llegó a cogerle la mano y a acariciarle la palma, la muñeca y el antebrazo, como un adolescente tímido; en un bar de la ciudad, con algo de alcohol en sus venas, volvió a buscar el beso. Tercera y última cobra, primera bofetada (¡zas!). Aunque se quedó abatido, Pio acató con resignación aquellas tres cobras y un tortazo: está claro que Hanna y yo no estamos destinados a besarnos ni nada más, se dijo. Apuró su cerveza y miró alrededor: estoy seguro de que se ha follado a varios en lo que llevamos de Erasmus, pero por desgracia yo no pertenezco a ese selecto grupo. Sin embargo, quizá Hanna se ha follado a un chico que por su parte se ha acostado con una chica que a su vez ha pasado por mi cama. Aquel pensamiento lo reconfortó y siguió exprimiéndolo: si pudiera revelar las relaciones sexuales ocultas de todos los erasmus, sabría la distancia real que me separa de Hanna. Pio observó a sus compañeros uno a uno y trató de tejer aquella red invisible de penes y coños. Puede que no me haya acostado directamente con ella, pero indirectamente Hanna ya ha sido mía. Aquel axioma impepinable lo satisfizo; el fantasma del fracaso y la amargura del amor imposible se desvanecieron al instante. Pio fue a la barra y pidió otra cerveza. Empezó a tirarle los trastos a una chica teñida de negro, guapísima pero —en seguida se dio cuenta— tontita. Lo que no sabía Pio era que un par de horas más tarde se acostaría por primera vez con Ania (polaca).

Quentin era inglés, estudiaba relaciones internacionales y en su segundo día en Cracovia salió al fin del armario. Su mamá ya sabía que era gay, pero si se lo hubiera dicho a su aristocrático padre lo habría castrado, desheredado y deportado a Australia con el recto debidamente taponado con cemento. Polonia no es el mejor país para un homosexual, pero estar bajo el yugo de su progenitor era sin duda mucho peor. Quentin utilizó el poco dinero de la beca Erasmus y el mucho de la tarjeta de crédito familiar para renovar su conservador vestuario; gracias a los múltiples centros comerciales cracovianos, en un par de semanas se convirtió en el erasmus más hipster de la ciudad. Iba a todas las fiestas que podía, bebía más alcohol que ninguno, se drogaba con un control relativo y follaba bastante más que el erasmus medio (Dios bendiga Grindr, pensaba Quentin). Sin dejar de asistir de vez en cuando a clase, empezó a trabajar en el bar más trendy de la ciudad por poco más de un euro la hora (más propinas), no por razones pecuniarias sino porque era un local coolgay friendly. A partir de medianoche, el ambiente chill out se desmadraba: las lámparas colgantes eran balanceadas por los camareros, los cócteles les salían demasiado cargados, se compartían drogas varias dentro y fuera del lavabo, la clientela se besaba y magreaba al tuntún, etc. Una mañana, Quentin despertó resacoso en una cama extraña, acompañado de una pareja desnuda a la que tampoco conocía; le dijeron que eran de no sé qué país báltico o balcánico —no les hizo mucho caso—. Cogió sus cosas, se vistió y llegó instintivamente al lavabo; mientras cagaba, se dio cuenta de que no tenía el móvil, pero a cambio tenía los dedos pegajosos, sucios y malolientes. No se atrevió a preguntarle a ningún transeúnte dónde estaba, pero al llegar a una parada de tranvía dedujo que aquello era Nowa Huta, el barrio utópico construido por Stalin alrededor de una fábrica siderúrgica. En una panadería compró un pączek (un bollo dulce polaco) y una cocacola. Era un día muy soleado —demasiada luz para un invierno polaco—, supuso que serían las dos o las tres de la tarde. Mientras volvía a su piso en tranvía, pensó en lo que le diría su padre si lo viera en aquel estado: querido Quentin, te estás pasando de la raya —¡ay, las rayas!—, una cosa es divertirse un poco y otra muy diferente es no acordarse de a quién te has follado: has tocado fondo, hijo. Con los ojos entrecerrados por el sol, se olió los dedos y se dijo que no, que no estaba tocando fondo y que, de hecho, le gustaba aquella sensación: caer, caer y seguir cayendo sin tocar fondo ya no es caer, sino volar.

Ramón era español (extremeño), estudiaba turismo y cantaba y tocaba la guitarra con más duende que muchos. En todas las fiestas españolas animaba el cotarro con sus ayes, sus seguiriyas y sus bulerías; si había suerte, acababa acostándose con alguna del gueto español de Cracovia. Para Ramón, no había nada como el ganado patrio: donde esté una buena jabata que se quiten las otras, decía. Pero en un international dinner organizado por la ESN probó unos pierogi deliciosos y se enamoró irremisiblemente de Kasia (polaca), que había comprado aquellas deliciosas empanadillas en el súper. Kasia era una auténtica belleza eslava, 100% polaca: rubia, ojos azules, de nalgas prietas y tersos pechos. Habló con ella pero lo ignoró brutalmente: un jarro de agua fría sobre su corazón ardiente. Cuando alguien le dijo al devastado Ramón que a Kasia no le interesaban los españoles sino que le pirraban los mexicanos, empezó a desarrollar su plan. Les dijo a sus amigos del Erasmus que volvía a España, se mudó a otro barrio de Cracovia, transformó su apariencia física —camisa negra, hebilla enorme, botas de vaquero—, vio una cuantas películas de Cantinflas y aprendió seis o siete canciones mexicanas. Acababa de nacer Ángel Gabriel, el mexicano. Gracias al Facebook, se acercó de nuevo a las fiestas de erasmus y no lo reconocieron, pero ya no frecuentaba a los españoles, sino a otras nacionalidades, menos capacitadas para descubrir el engaño; así fue como conoció a Sándor (húngaro), con quien hicieron muy buenas migas —de pequeño, veía una telenovela mexicana con su abuela—. A Ángel Gabriel no le costó mucho darse a conocer entre la pequeña comunidad mexicana de Cracovia, que también se creyó su disfraz de mexicano de pueblo. Finalmente, el segundo intento, mucho más premeditado, fue el definitivo: Kasia se lo tragó todo, incluido lo de que era mexicano, y cayó rendida a sus botas picudas. Estuvieron saliendo varios meses; todo iba fenomenal —el sexo era espectacular, aprendió más polaco e inglés que nunca, el sexo era genial, viajaron por Polonia, el sexo era cojonudo— hasta que Kasia quiso que empezaran a vivir juntos. Ángel Gabriel se adaptó rápidamente al piso de su querida novia polaca, pero tan pronto como lo hizo se cansó. No le molestaba tener que llevar la máscara mexicana todo el día —ya estaba acostumbrado a fingir—, sino la cotidianidad. Ver a Kasia tantas horas, pero sobre todo verla de cualquier modo: sin peinar ni maquillar, cortándose las uñas, tumbada en el sofá con el portátil ultrafino sobre su estómago ultraplano, hablando por teléfono con sus padres o sus amigas, lavándose los dientes: no había nada que hacer, la rutina le secó el amor. Un fin de semana en que ella visitó a sus padres sin Ángel Gabriel, Ramón llamó a Sándor para que lo ayudara a organizar su fuga.

Sándor era húngaro, estudiaba psicología y tenía negrofobia, es decir, miedo a las personas negras. Eso decía él, mientras que muchos erasmus preferían considerarlo simplemente un puto racista. En cualquier caso, este fue el motivo por el que eligió ir a Polonia y no a otros países con una piel media más oscura. También por su negrofobia o racismo, no entró en el monasterio de Jasna Góra, que aloja la famosa Virgen Negra de Częstochowa. Mientras sus compañeros la visitaban, se fijó en una chica que discutía en inglés con un chico: ella, Viltauté (lituana), no quería entrar, pero él, Nigul (estonio), sí. Tras un par de minutos de acaloradas negociaciones, ella se quedó sola fuera. Sándor entabló conversación con Viltauté porque estaba aburrido y ella era bastante guapa, pero no se esperaba que esta le propusiera hacer un trío. Se lo dijo con tanta naturalidad que lo cogió a contrapié. Cuando Nigul se incorporó a la conversación, le insistió: ¡venga, folla con nosotros, Sándor, sólo se va de Erasmus una vez! No supo decir que no, pero en seguida se arrepintió —odiaba a los homosexuales tanto como a los negros— y no volvió a acercarse a la pareja báltica. Sin embargo, de nuevo en Cracovia, Viltauté lo asaltó varias veces y Sándor terminó cediendo: ella estaba muy buena y confiaba en que al final todo fuera un farol. No lo era. Días después del trío, tan satisfecho como afligido, no pudo evitar contárselo todo a su amigo mexicano, Ángel Gabriel. Este casi no le hizo ningún caso e incluso interrumpió el relato del húngaro: tenía que regresar inmediatamente a México porque su madre estaba enferma. Ángel Gabriel le pidió a Sándor que le contara a su novia, Kasia (polaca), una mentira totalmente inverosímil; acto seguido, desapareció y no lo volvió a ver nunca más. Sándor consoló a la desoladísima Kasia e intentó aprovecharse de ella y beneficiársela, pero no lo consiguió. Unos días más tarde, la vio en una fiesta besando a Ramón (español), que había decidido volver a Cracovia para retomar su Erasmus.

Téo era portugués, estudiaba informática y en Lisboa siempre había vivido con sus padres, incluso cuando empezó la universidad. La vida de erasmus lo transportó a un grado superior de libertad: tras veintidós años de sumisión total, por fin dejó de tener a su controladora mamá alrededor. En Cracovia no iba mucho a clase, tampoco socializaba demasiado; a diferencia de Quentin (inglés), a quien nunca llegó a conocer, Téo decidió dedicar todo su tiempo recobrado al World of Warcraft y la masturbación. No se lo contará a sus nietos, si es que alguna vez los tiene, pero aquellos meses frente al portátil fueron los mejores de su juventud. María (española) y Enrique (español), sus compañeros de piso, en seguida aceptaron que aquel portugués tan friki se pasara todo el día encerrado en la habitación, pero secretamente bautizaron su dormitorio como el pajaíso. Además de ir a clase, la única actividad que realizaba fuera de casa era asistir algunos domingos a la iglesia; sin saberlo, la misa le recordaba a su piadosa madre. Aunque las iglesias cracovianas estaban llenas de chicas, Téo no les prestaba demasiada atención: la masturbación compulsiva era la única manifestación de su sexualidad y las elfas de sangre del WOW, su único objeto de deseo. Por eso le sorprendió tanto que a la salida del templo tres chicas, compañeras del Erasmus a las que sólo conocía de vista, lo invitaran a la fiesta de Nochevieja. Más sorprendente fue oírse aceptar la invitación, pero el colmo de la sorpresa llegó la noche del 31: Giulia (italiana), con quien nunca había hablado, se lo llevó de la mano al baño y se lo folló casi sin mediar palabra. La sorpresa no le permitió disfrutar mucho del momento, pero al terminar pensó que, si no estaba enamorado de aquella italiana, como mínimo quería repetir. Cuando vio que aquella noche y los días siguientes Giulia pasaba olímpicamente de él, aceptó que se habían acabado las sorpresas. No le quedó más remedio que regresar a su pajaíso; no le pareció un mal plan.